Vikingo sosteniendo un artefacto de ciencia ficción - Relato de vikingos y suspense

Valhalla: El Engaño del Cisne

El hacha de Hakon se sentía pesada. No por el acero de su hoja, sino por el silencio que la rodeaba. Hacía dos lunas, el aire de su fiordo vibraba con el chocar de los escudos en el entrenamiento, las canciones de gestas pasadas en el salón del hidromiel y las risas de los niños. Ahora, el único sonido era el susurro del viento helado y el zumbido casi imperceptible de los «Cuervos de Ulf», los vigías de metal que se cernían sobre el poblado como buitres pacientes.

Todo había cambiado la noche que la estrella sangrante cruzó el cielo.

La encontraron en un cráter humeante en las altas montañas, una herida en la faz de Midgard. Un navío sin remos ni velas, forjado en un metal negro que no reflejaba la luz de las antorchas.

—Es obra de gigantes o de dioses —murmuró un joven guerrero, retrocediendo.

—Los dioses no sangran —replicó Hakon, su voz grave como el hielo al quebrarse. Señaló con su hacha una fisura en el casco de la que manaba un líquido fosforescente—. Esto es antinatural. Un mal presagio. Deberíamos dejarlo y purificar la montaña.

Erik «El Ansioso», cuya ambición brillaba más que su espada, se rio. —¿Miedo, viejo lobo? El Valhalla no se gana con cautela. Jarl Ulf, es una señal. ¡Odin nos ha enviado un drakkar de Asgard!

Jarl Ulf «El Sabio», un hombre cuya barba era tan blanca como las cimas de las montañas, no escuchaba a ninguno de los dos. Sus ojos estaban fijos en el monolito oscuro. Con una decisión que silenció toda discusión, avanzó y forzó la entrada.

Dentro, el aire era gélido y olía a ozono. En el centro, flotaba un cristal del tamaño de un escudo, latiendo con una luz azulada. Cuando el Jarl posó su mano sobre él, la luz se intensificó, y todos vieron cómo los ojos de su líder se abrían de par en par, reflejando galaxias y futuros que ningún hombre debía presenciar.

—Conocimiento —susurró Ulf al retirar la mano, temblando—. El conocimiento de mil vidas. La Piedra de Ecos me ha hablado. Nos dará un poder que ningún otro clan ha soñado.

El suspense de aquel momento se convirtió en la nueva ley del clan. Siguiendo las visiones que solo él recibía, el Jarl ordenó a sus herreros fundir el metal del navío. Les guio, con una precisión inhumana, en la forja de los «Cuervos», pequeños autómatas voladores que pronto llenaron los cielos. La caza se volvió trivial. Las cosechas, abundantes. El hambre, un mal recuerdo.

Pero el precio fue el alma del clan. El salón del hidromiel, antes un hervidero de sagas y juramentos, ahora era un refectorio silencioso. Los guerreros ya no entrenaban su brazo, sino que aprendían a manejar los pequeños discos de control que el Jarl les entregaba. La gloria del combate se había reemplazado por la eficiencia de la vigilancia. Era una distopía próspera, un festín sin alegría.

Una noche, Hakon se enfrentó a su Jarl. —Mi señor, la gente tiene miedo. Los Cuervos vigilan sus hogares. Los niños ya no juegan en la nieve. Has silenciado las canciones. Ulf, sentado en su trono, no lo miró. Sus ojos estaban fijos en un pequeño holograma que danzaba sobre su palma, proyectado por un fragmento del cristal. —El miedo es el precio de la seguridad, Hakon. El silencio es el precio del orden. La Piedra me enseña un futuro sin debilidad, sin azar. Un futuro perfecto.

—¡Nuestro futuro se forja con el acero y el valor, no con susurros de un cristal muerto! —rugió Hakon—. ¡Estás perdiendo el respeto de tus hombres!

Fue entonces cuando Erik entró en el salón, seguido por tres Cuervos más grandes, con garras afiladas en lugar de herramientas de caza. —El viejo lobo teme lo que no comprende, mi Jarl —dijo Erik con una sonrisa torcida—. Quizás su tiempo de dar consejos ha terminado. Quizás es tiempo de que el clan abrace todo el poder que nos ofrece el Cisne.

Hakon se giró. —¿El Cisne? ¿Qué nueva locura es esa? —La Piedra me ha concedido un nombre para nuestro benefactor —respondió Erik, sus ojos brillando con una luz febril—. Es el nombre de un dios nuevo y poderoso. Cygnus.

El thriller ya no era una sospecha, sino una certeza. Erik estaba conspirando, usando la obsesión del Jarl para hacerse con el control.

La prueba llegó con la incursión contra el clan de la Montaña Roja. Ulf, aconsejado por Erik, decidió no enviar guerreros, sino una docena de los nuevos drones de ataque. Hakon fue como observador. La batalla fue una carnicería. Los drones descendieron como una plaga de langostas metálicas, sus rayos de energía cortando escudos y carne sin distinción. No hubo un choque de acero, no hubo gritos de guerra, solo el zumbido de las máquinas y los gritos de los moribundos. Fue una cosecha, no una batalla. Al regresar, el sabor a ceniza en la boca de Hakon no era por el humo, sino por la vergüenza.

La supervivencia de su gente, de su honor, dependía ahora de un acto de traición contra el Jarl al que había jurado lealtad.

Reunió a los pocos Húskarls que aún confiaban más en el peso de su hacha que en los susurros de la tecnología. —Ulf ha perdido el juicio. Y Erik nos llevará a una tiranía de metal y silencio —les dijo en secreto, bajo la luna helada—. Lucharemos. No por un Jarl, sino por el alma de nuestro clan. Por el derecho a morir con una espada en la mano y una canción en los labios.

El día del Althing, la asamblea del pueblo, Erik dio su golpe. —¡Ulf «El Sabio» se ha vuelto débil! ¡Se esconde tras sus juguetes! ¡Yo, Erik, os ofrezco la verdadera fuerza! ¡Un futuro de conquista!

Y en lugar de desenfundar su espada, levantó una mano, y veinte drones de combate descendieron de los tejados, sus lentes rojas fijas en la multitud aterrorizada. —¡Formad el muro de escudos! —gritó Hakon.

Los seis Húskarls leales formaron un skjaldborg alrededor de la entrada del salón, un erizo de acero y madera que parecía una reliquia frente a la tormenta que se avecinaba. La acción fue un borrón de caos. Los drones atacaban con una lógica fría, buscando los huecos, sus rayos de energía haciendo estallar los escudos de madera y abollado los yelmos. Los vikingos respondían con una furia ancestral, lanzando hachas, usando sus escudos para aplastar a los drones que se acercaban demasiado.

Hakon sabía que era una batalla de desgaste que no podían ganar. Su única esperanza era cortar la cabeza de la serpiente. —¡Cubridme! —rugió, y rompió la formación, corriendo a través del campo de batalla, un berserker de pelo cano contra un enjambre de avispas de metal.

Esquivó, desvió, su hacha cantando en el aire. Cada golpe que destruía un dron era una pequeña victoria en una guerra perdida. Su objetivo era el navío en la montaña. Era la única forma.

Llegó a la cámara del cristal, herido y sin aliento. Erik estaba allí, esperándolo, con una sonrisa triunfal, protegido por dos drones guardianes de élite. —Has luchado con valor, Hakon. Pero el acero no puede vencer a la luz.

—Nuestro voto es al acero y al honor, no a la brujería de un cristal —replicó Hakon.

Se lanzó hacia adelante. Los drones guardianes se interpusieron, pero Hakon, en un movimiento de astucia desesperada, no los atacó. Lanzó su hacha, no contra Erik, sino contra un soporte del techo. Una pesada viga de metal se desplomó, aplastando a uno de los drones y obligando a Erik a saltar hacia atrás, lejos del cristal.

Hakon no le dio tiempo a recuperarse. Ignorando al hombre, corrió hacia la Piedra de Ecos. Erik gritó, y el dron restante le disparó por la espalda. Un dolor ardiente le atravesó el hombro, pero no se detuvo. Con un último rugido que contenía la furia de sus ancestros, levantó su hacha ensangrentada y la descargó con toda su fuerza sobre el corazón de luz.

El cristal se hizo añicos con un grito que fue a la vez sonido y silencio. La luz murió.

En el poblado, los drones cayeron del cielo como piedras. En la cámara, Erik miraba, impotente, cómo su poder se desvanecía. Hakon se apoyó en la pared, sintiendo cómo la vida se le escapaba. Había ganado.

Antes de que la oscuridad lo reclamara, su mirada se posó en un fragmento del cristal a sus pies. En su superficie, una última imagen parpadeó antes de morir: el elegante emblema de un cisne. Y bajo él, un nombre que su mente moribunda leyó como la última y más terrible de las runas: La Firma del Cisne.

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