historia de suspense sobre secuestro del mejor futbolista en Madrid

Relato de suspense: La Jaula de Oro

El frío de noviembre en Madrid tenía un mordisco metálico, uno que se colaba por las costuras de los abrigos caros y calaba igual de hondo en los huesos de los inspectores de la UDEV. La luz de los pirulos policiales pintaba de azul y rojo intermitente el hormigón de un pilar de la M-30, cerca de la salida de O’Donnell. Debajo, como un insecto exótico y muerto, yacía el McLaren Senna, color antracita con detalles en naranja volcánico. Un coche de un millón de euros abandonado como si fuera un carrito de la compra.

La inspectora Elena Vargas exhaló una nube de vaho que se mezcló con el humo de su cigarro. A sus cincuenta y dos años, el pelo canoso recogido en una coleta tirante y las arrugas alrededor de sus ojos eran un mapa de todos los inviernos como aquel, de todas las escenas del crimen que le habían robado el sueño.

—¿Qué tenemos, Robles? —preguntó sin apartar la vista del vehículo. Su voz era grave, lijada por el tabaco y la impaciencia.

El subinspector Javier Robles, joven, pulcro y con el manual de procedimiento grabado a fuego en el cerebro, se ajustó las gafas.
—Puerta del conductor abierta. El motor todavía estaba tibio cuando llegaron los primeros Zetas. Dentro, una cartera. Documentación a nombre de Adrián Costa Valbuena. Un móvil de última generación en el asfalto, pantalla reventada. Aparte de eso, limpio. Demasiado limpio.

Vargas asintió despacio. Adrián «El Mago» Costa. No era un nombre cualquiera. Era el mejor futbolista del mundo, el ídolo del Atlético Imperial, un semidiós cuyo rostro empapelaba la ciudad. Y ese coche era su jaula de oro personal.

—Los medios ya están llegando —masculló Robles, mirando con nerviosismo hacia el cordón policial donde un enjambre de cámaras empezaba a congregarse—. El Comisario ha llamado tres veces.

—Que llame cuatro —dijo Vargas, tirando la colilla y aplastándola con la punta de su bota—. El circo puede esperar. Quiero que Científica le saque hasta la última molécula de ADN a este trasto. Buscad fibras, pelos, huellas, lo que sea. Y revisad cada cámara de la M-30 en un radio de cinco kilómetros. Este coche no se ha evaporado.

Mientras su equipo se movía con una eficiencia sombría, Elena se acercó al coche. Se asomó sin tocar nada. En la alfombrilla del conductor, junto a una mancha insignificante de barro, algo brilló. Una esquirla diminuta de cristal verdoso. No pertenecía al móvil ni al coche. Se lo señaló a un técnico de Científica.
—Pon eso en una bolsita. Con prioridad.

El marrón, como intuía, no tardó en explotar. Antes del amanecer, la desaparición de Adrián Costa era noticia mundial. La palabra «secuestro» aún no se había pronunciado oficialmente, pero flotaba en el aire, cargada de electricidad.

La primera reunión fue en la sede del Atlético Imperial, un edificio de cristal y acero que pretendía ser un templo del deporte pero que a Vargas siempre le había parecido una simple sucursal bancaria con césped. Alfonso de la Vega, el presidente del club, paseaba por su despacho como un león enjaulado. Era un hombre forjado en el ladrillo y la especulación, con un bronceado perpetuo y un traje que costaba más que el sueldo de Robles en seis meses.

—Esto es inadmisible, inspectora. ¡Una catástrofe! El valor de nuestras acciones, la moral del equipo… He contratado a una agencia de seguridad privada, la mejor de Israel. Se harán cargo.

Vargas dejó que terminara su perorata antes de clavarle una mirada gélida.
—Señor De la Vega, esto no es un fichaje que usted pueda negociar. Hay un ciudadano español desaparecido en circunstancias violentas. La investigación la dirige la Policía Nacional. Sus israelíes pueden servir cafés, pero si interfieren, los detendré por obstrucción a la justicia. ¿Ha quedado claro?

El presidente farfulló, pero se sentó. A su lado, un hombre más joven, vestido con un estudiado desaliño de lujo —zapatillas de diseño, vaqueros de marca, americana de cachemir—, carraspeó.

—Inspectora, soy Ricardo Morales, agente y amigo personal de Adrián. Solo queremos que vuelva. Haremos lo que sea. Pagaremos lo que pidan.

Vargas se giró hacia él. Morales tenía la sonrisa de un tiburón y unos ojos que calculaban ángulos y porcentajes incluso mientras fingía preocupación. Llevaba un Patek Philippe en la muñeca que podría haber pagado la hipoteca de la inspectora de un plumazo.

—¿Tenía enemigos el señor Costa? ¿Deudas? ¿Líos de faldas?

—¡Adrián es un santo! —exclamó Morales, con un dramatismo que a Vargas le sonó hueco—. Vive por y para el fútbol. Su única… —hizo una pausa teatral—… su única tensión reciente era con el club.

De la Vega saltó.
—¡Eso es mentira! Le ofrecimos una renovación millonaria.

—Una oferta a la baja, Alfonso, y lo sabes —replicó Morales, subiendo el tono—. Adrián vale el doble. Estábamos en negociaciones muy duras. Quizá alguien ha querido… presionar.

Vargas observaba el intercambio como un partido de tenis. El agente culpando al club, el club defendiéndose. Dinero. Siempre era el maldito dinero.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con él, señor Morales?

—Ayer por la tarde. Por teléfono. Estaba animado, iba a cenar algo tranquilo y a casa. No me dijo dónde. Él era muy reservado con su vida privada.

—Entiendo. Le importaría facilitarnos sus registros financieros y los de su cliente. Y también una lista de sus amistades más cercanas. Rutina.

La sonrisa de Morales flaqueó una milésima de segundo.
—Por supuesto. Colaboraremos en todo.

Cuando salieron del estadio, Robles no pudo contenerse.
—Ese agente es un gusano.

—Es un gusano con un buen sastre, que es peor —contestó Vargas, encendiendo otro cigarro—. Pero tiene razón en una cosa. Aquí huele a dinero podrido. Tírale del hilo a ese Morales, Javi. Pide una orden y sácame hasta la última transferencia que haya hecho en los últimos dos años. Quiero saber si se compra los calzoncillos con dinero blanco.

La llamada llegó a las veinticuatro horas. La voz, distorsionada por un software, sonaba robótica y desprovista de emoción. Habló directamente con el director de comunicación del club. La exigencia era clara: cincuenta millones de euros. Ni un céntimo menos. A pagar por el Atlético Imperial. Dieron una prueba de vida: una pregunta que solo Adrián Costa podía responder sobre el nombre de su primer perro. La respuesta era correcta.

La noticia se filtró a los cinco minutos. Madrid se convirtió en un hervidero.

Los días siguientes fueron una lenta tortura de pistas falsas y callejones sin salida. Las cámaras de la M-30 no mostraron nada concluyente. Un coche oscuro siguiendo al McLaren, pero con las matrículas dobladas. El barro de la alfombrilla pertenecía a una zona específica de la sierra, cerca de Cercedilla, pero era un área demasiado amplia. La esquirla de cristal verdoso seguía en el laboratorio, un enigma sin contexto.

Vargas se centró en lo único que le parecía tangible: la codicia. Pasaba las noches en la comisaría de Canillas, con las paredes de su despacho cubiertas de fotos, mapas y diagramas de conexión. Adrián Costa en el centro, y a su alrededor, una galaxia de sospechosos potenciales: rivales deportivos, ex-novias, empresarios con los que había invertido. Pero su instinto volvía una y otra vez a la figura elegante de Ricardo Morales.

Fue Robles quien trajo la primera pepita de oro.
—Inspectora, tienes que ver esto. Morales está hasta el cuello.

En la pantalla del ordenador, una maraña de números y nombres de empresas pantalla.
—Inversiones en criptomonedas que se fueron a cero. Un proyecto inmobiliario en la costa que resultó ser una estafa. Le debe dinero a gente muy poco recomendable. Está usando los ingresos de sus otros representados para tapar agujeros, pero la bola de nieve es enorme. Está a punto de quebrar.

—La renovación de Costa era su única tabla de salvación —murmuró Vargas para sí misma—. La comisión de ese contrato le habría mantenido a flote unos años más.

—Hay más —dijo Robles, ampliando una sección del extracto bancario—. Tiene una serie de pagos mensuales, cantidades pequeñas pero constantes, a un tal Sergio Peña.

El nombre no les decía nada. Pero una búsqueda rápida en la base de datos policiales hizo que a Elena se le erizara el vello de la nuca. Sergio Peña. Ex-militar, condecorado en Afganistán. Licenciado con deshonor por una agresión a un superior. Propietario de una pequeña empresa de seguridad privada que había perdido todos sus contratos importantes. Un par de arrestos por peleas de bar. Y una dirección en Getafe.

—Búscame fotos de ese tal Peña. Ahora.

Robles tecleó con furia. Aparecieron varias imágenes. Una foto de ficha policial, con la mirada dura y resentida. Y luego otras, de redes sociales. En una de ellas, Sergio Peña posaba sonriente en el palco VIP del estadio del Atlético Imperial. A su lado, con un brazo sobre su hombro, estaba Ricardo Morales. Ambos sostenían una copa de champán. La foto había sido subida hacía seis meses.

—El amigo —susurró Vargas—. El agente mencionó que tenía un amigo que le ayudaba con la «seguridad» a veces.

Todo encajó con la brutal sencillez de una pieza de puzzle. No era un cártel colombiano. No era la mafia rusa. Era mucho más patético. Un agente ahogado por las deudas y un ex-militar fracasado, dos hombres desesperados intentando dar el golpe de sus vidas. Un plan de aficionados, lo que los hacía impredecibles y doblemente peligrosos.

—Javi, localízame el móvil de Peña. Y llama a los GEO. Diles que se preparen.

La nave industrial en Getafe era una carcasa oxidada, un dinosaurio de ladrillo olvidado en un polígono fantasma. El teléfono de Sergio Peña llevaba allí doce horas sin moverse. No había tiempo para una vigilancia discreta. La última comunicación de los secuestradores había sido un ultimátum: el dinero o mandarían «un trozo del Mago» para demostrar que iban en serio.

Vargas dirigía la operación desde una furgoneta camuflada a doscientos metros. En las pantallas, veía las imágenes temblorosas de las microcámaras de los GEO mientras se acercaban en silencio a la única entrada.

—Alfa a Central. Estamos en posición. Esperando luz verde.

—Central a Alfa. Procedan con cautela. Objetivo prioritario: la seguridad del rehén.

El silencio en la radio se hizo denso, pesado. Vargas contenía la respiración. Vio en la pantalla cómo forzaban la puerta con un ariete hidráulico, un suspiro de metal apenas audible. Uno a uno, los agentes entraron en la oscuridad.

Dentro, la escena era desoladora. Adrián Costa estaba atado a una silla en el centro de la nave vacía. Estaba más delgado, con barba de varios días y una mirada que mezclaba terror y agotamiento, pero estaba vivo. A su lado, Sergio Peña sostenía una pistola con manos temblorosas. Al ver a los GEO, su rostro se descompuso. No era un soldado en combate; era un hombre aterrado al que la realidad le acababa de aplastar.

—¡Atrás! ¡Lo mato! ¡Lo juro! —gritó, con la voz rota.

—Sujeto armado. Rehén en peligro —sonó en el auricular de Vargas.

Pero antes de que nadie pudiera reaccionar, fue el propio Adrián Costa quien habló, con una voz ronca pero firme.
—Sergio… Mírame. Soy yo, Adrián. ¿De verdad vas a hacer esto? Ricardo te ha mentido. Este no eres tú.

Peña vaciló. Sus ojos iban de Costa a las sombras donde se movían los agentes. Estaba atrapado. La tensión se podía cortar. Finalmente, con un sollozo de pura desesperación, dejó caer el arma. El estrépito metálico resonó en toda la nave. Los GEO se abalanzaron sobre él en un instante.

—Objetivo asegurado. Rehén liberado y en buen estado —informó el jefe del equipo.

Vargas cerró los ojos y se permitió una única y profunda bocanada de aire.
—Bien hecho, Alfa. Y ahora, vamos a por el cerebro.

El equipo de asalto no necesitó un ariete para entrar en el ático de Ricardo Morales en el barrio de Salamanca. Les abrió el propio agente, vestido con un batín de seda y con una copa de whisky en la mano. Estaba viendo las noticias en una pantalla de ochenta pulgadas. Al ver a Elena Vargas flanqueada por dos policías, su sonrisa se congeló.

—Inspectora… ¿Alguna novedad?

—Sí, bastantes —dijo Vargas, entrando sin pedir permiso. El apartamento olía a dinero viejo y a miedo nuevo—. Hemos encontrado a Adrián Costa. Está sano y salvo. Y hemos detenido a su secuestrador. Un tal Sergio Peña. ¿Le suena?

La palidez de Morales fue casi total. Intentó recomponerse, farfullar una negativa, pero su lenguaje corporal lo gritaba todo.

—También hemos encontrado esto en el lugar del secuestro —continuó Vargas, sacando una pequeña bolsa de pruebas. Dentro, sobre un fondo blanco, reposaba un fragmento de cristal verdoso—. Los chicos de Científica son unos artistas. Lo han identificado. Es un trozo de una botella de licor de hierbas, una edición de coleccionista muy rara. Solo se vende en un par de sitios en Madrid. Y resulta que usted compró una caja hace dos semanas. Imaginamos que la rompió por accidente mientras planeaba el golpe con su amigo Sergio en su bonita nave.

El agente se derrumbó en un sofá de cuero blanco. La farsa había terminado.
—Yo no quería hacerle daño… Solo quería el dinero. El club me lo debía… nos lo debía…

—Se lo explicará todo al juez —le cortó Vargas, mientras Robles le leía sus derechos y le ponía las esposas. Las mismas esposas que se usaban para un ratero de barrio o un asesino en serie. Ante la ley, el batín de seda y el reloj de lujo no servían de nada.

Horas más tarde, de vuelta en la soledad de su despacho, Elena Vargas miraba por la ventana las luces de Madrid. El telediario ya no hablaba del secuestro, sino de la «heroica liberación». Alfonso de la Vega daba una rueda de prensa atribuyéndose el mérito de haber «confiado siempre en la policía». Adrián Costa sonreía ante las cámaras, ya de vuelta en su jaula de oro.

Vargas apuró el café frío de su taza. Había resuelto el caso, pero no sentía ninguna euforia. Solo el cansancio familiar de haber levantado una alfombra cara para encontrar la misma basura de siempre debajo. Apagó la luz y se fue a casa. Mañana, sin duda, le esperaba otro caso. Otro circo. Otro laberinto de codicia humana. Y ella estaría allí para recorrerlo.

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