Relato de vikingos y romanos: La Sombra del Águila Rota
Mi nombre es Bjorn, aunque en la gran ciudad me conocen como «Hacha Silenciosa». No porque mi hacha no cante al morder la carne y el hueso, sino porque nunca anuncio mi llegada. En Miklagard, la Ciudad de los Reyes, el oro fluye como los ríos en el deshielo y la traición se esconde en cada sombra. Sirvo en la Guardia Varega, un muro de escudos de hombres del norte protegiendo al Emperador de los Romani, como ellos se llaman a sí mismos. Vendimos nuestras hachas y nuestra lealtad por una paga que haría sonrojar a un rey nórdico, pero descubrimos que el acero más afilado de esta tierra no se lleva en la vaina, sino en la lengua.
Todo comenzó con la muerte de Erik el Vidente.
Lo encontramos al alba, en el patio de armas de nuestro cuartel, un rincón de piedra y tierra batida que olía a sudor, cuero y nostalgia. Erik no había caído en batalla. No había un festín de cuervos sobre él, ni el glorioso estruendo de escudos rotos. Yacía de espaldas, con los brazos extendidos como si quisiera abrazar el cielo pálido de Bizancio. Sus ojos azules, aquellos que decían ver los hilos del destino, estaban abiertos y vidriosos, fijos en una nada helada.
Pero fue la herida lo que nos congeló la sangre en las venas.
No era el tajo brutal de un hacha danesa, ni la punzada de una lanza nórdica. En el centro de su pecho, hundida hasta la empuñadura, había una gladius. Una espada corta, la hoja de las antiguas legiones romanas. Un arma que no habíamos visto fuera de los museos del palacio. Alguien había entrado en el corazón de la Guardia Varega, había matado a uno de los nuestros con un arma simbólica y se había desvanecido como el humo.
Nuestro comandante, Kael el Canoso, un hombre cuya cara era un mapa de cien batallas, apretó la mandíbula hasta que los músculos se marcaron como cuerdas.
—Esto es un mensaje —masculló, su voz un trueno contenido—. Quieren que parezca que los Romani nos atacan desde dentro. Quieren sembrar la desconfianza del Emperador.
Yo no estaba tan seguro. Me arrodillé junto a Erik. Éramos de la misma aldea. Habíamos compartido hidromiel y peligros desde que éramos niños. Su mano derecha estaba casi cerrada, pero pude ver algo atrapado entre sus dedos. Con cuidado, los abrí. Era una pequeña pieza de cerámica, un fragmento de mosaico. En él se veía la punta del ala de un águila. Un águila rota.
—Kael —dije, mostrándole el fragmento—. Erik luchó. Agarró esto de su asesino.
Kael lo observó y luego me miró. En sus ojos vi la tormenta que se avecinaba. Éramos los guardianes extranjeros, la élite bárbara. Poderosos pero odiados. Un escándalo así podría destruirnos.
—El general Tacio lo usará en nuestra contra. Dirá que nuestras disputas internas han traído la muerte a los cuarteles. El Emperador nos necesita, pero su corte nos desprecia. Encuentra al asesino, Bjorn. Hazlo en silencio. Antes de que esta chispa se convierta en un incendio que nos devore a todos.
Mi investigación comenzó en el único lugar donde un varego podía buscar respuestas sin levantar sospechas: los rincones oscuros de la ciudad. Pero no era un arma lo que buscaba, sino el conocimiento. La gladius era un símbolo. El águila rota, otro. Necesitaba a alguien que pudiera leer los signos de este imperio decadente y laberíntico.
Y eso me llevó a ella.
Su nombre era Livia. Regentaba un pequeño puesto de antigüedades y manuscritos cerca del Foro de Teodosio. No era una belleza deslumbrante como las damas de la corte, enjoyadas y pintadas. Su belleza era más terrenal, más peligrosa. Tenía el cabello oscuro recogido en una trenza compleja y unos ojos del color del olivo que te estudiaban con una inteligencia afilada. Estaba rodeada de los fantasmas de Roma: bustos de mármol, monedas gastadas y pergaminos que olían a tiempo.
Le mostré una réplica que había dibujado del fragmento de mosaico. Ella lo miró, y por un instante, vi un destello de algo parecido al miedo en sus ojos.
—El Águila Rota —susurró, casi para sí misma—. El emblema de la Novena Legión. La Hispana.
—¿Una legión perdida? —pregunté, recordando las viejas historias que contaban los mercaderes.
—No perdida. Deshonrada —corrigió, su voz baja y tensa—. Se rebelaron contra el Emperador hace dos generaciones. Intentaron restaurar lo que ellos llamaban la «Vieja Roma», un imperio de pureza y fuerza, libre de influencias «bárbaras» como… —se detuvo, mirándome directamente— como la tuya. Fueron aplastados. Sus líderes ejecutados, su estandarte roto. Se convirtieron en un culto, un rumor. Una sociedad secreta que sueña con purgar la ciudad.
El frío que sentí no tenía nada que ver con el viento que soplaba desde el Bósforo. El asesino de Erik no era un simple soldado romano. Era un fanático.
—¿Por qué matar a un varego? —pregunté.
—Porque sois el símbolo más visible del poder del Emperador. Sois la prueba de que confía más en las hachas del norte que en las espadas de su propia gente. Eliminaros, o al menos desacreditaros, sería su primer paso.
Nuestros encuentros se volvieron más frecuentes. Le llevaba objetos que encontraba, preguntas que me atormentaban. Ella me proporcionaba el contexto, las piezas del rompecabezas bizantino que yo, un hombre de fiordos y bosques, no podía comprender. Hablábamos durante horas, rodeados de los ecos de un imperio muerto. Descubrí que bajo su apariencia serena había una pasión por la historia, un anhelo por un mundo más simple que el suyo, lleno de intrigas. Y en mis ojos, ella vio no solo al guerrero, sino al hombre que había dejado atrás un hogar que amaba.
Una noche, mientras una lluvia fina tamborileaba en el techo de su tienda, la tensión que había crecido entre nosotros se rompió. No fueron palabras. Fue un silencio, una mirada que duró un latido de más. Me acerqué y aparté un mechón de pelo húmedo de su mejilla. Su piel era suave, cálida. No era una dama de la corte, ni una esclava. Era Livia. Y en ese momento, en medio de la muerte y la conspiración, sentí algo que creía haber enterrado en las nieves de mi tierra: la esperanza.
Ella se inclinó hacia mí y nuestros labios se encontraron. Su beso no fue tímido. Fue un beso de igual a igual, un ancla en medio de la tormenta. Era una locura. Un bárbaro y una romana. Un guardia del Emperador y una mujer que traficaba con los secretos del imperio. Éramos dos mundos destinados a chocar.
La intriga se espesó como la niebla del puerto. Otro varego, Olaf el Rápido, fue encontrado muerto en un callejón, esta vez con una flecha romana en la espalda. El pánico comenzó a extenderse por nuestros cuarteles. Las peleas con los soldados locales se hicieron comunes. El General Tacio sonreía en la corte, presentando al Emperador informes sobre la «indisciplina» de sus mercenarios nórdicos. Kael estaba bajo una presión inmensa.
—Nos están cercando, Bjorn —me dijo una noche, su rostro iluminado por la antorcha—. Quienquiera que esté detrás de esto, conoce nuestras rutinas, nuestras debilidades. Es alguien cercano.
Fue Livia quien encontró la conexión. Estudiando los registros de suministros del ejército que había conseguido a través de un contacto, encontró una anomalía. Un pedido inusualmente grande de aceite griego y brea, materiales inflamables, había sido desviado a un viejo almacén cerca de las murallas de Teodosio. No estaba firmado por ningún general conocido. El sello era el de un administrador de bajo nivel en la casa del General Tacio.
—No quieren solo desacreditaros —dijo Livia, sus ojos oscuros llenos de urgencia—. Quieren destruiros. Van a atacar vuestro cuartel. Crear un incendio, una masacre, y culpar a una facción rival de los varegos. Será el caos que necesitan para actuar.
Sentí el hielo de la certeza en mi estómago. Habían matado a Erik porque él, con su extraña percepción, quizá había intuido algo, había estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Mataron a Olaf para avivar las llamas del conflicto. Todo era un preludio.
Pero había algo que no encajaba. ¿Cómo sabían tanto? ¿Cómo se movían con tanta libertad?
La respuesta llegó de la forma más brutal.
Fui al almacén esa noche, solo. Fue un error estúpido, nacido de la arrogancia y la prisa. El lugar apestaba a brea y a muerte. Y allí, esperándome en el centro de la estancia, no estaba el General Tacio.
Era Sven, el lugarteniente de Kael. Un hombretón de barba rojiza que había luchado a mi lado en media docena de batallas. A su lado, varios de sus hombres más leales. Y en el suelo, atada y amordazada, estaba Livia.
—Bjorn, siempre metiendo las narices donde no debes —dijo Sven, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Deberías haberte quedado contando tu oro.
—Sven… ¿Por qué? —mi voz era un susurro ronco. Mi hacha se sentía pesada en mi mano.
—¿Por qué? ¡Porque estamos pudriéndonos en esta ciudad! —escupió, su rostro contorsionado por la rabia—. Somos perros guardianes de un emperador débil que se esconde tras muros de seda. Tacio y sus hombres del Águila Rota… ellos me ofrecieron algo más que oro. Me ofrecieron poder. Un puesto como nuevo comandante de la guardia de la ciudad cuando ellos tomen el control. Un futuro para los nuestros, un futuro de verdad, no como esclavos a sueldo. Erik lo descubrió. El muy idiota escuchó una de mis reuniones.
La traición era una serpiente que me estrangulaba. Un hermano de escudo, vendido al enemigo.
—Y ella —dije, mirando a Livia, cuyo rostro estaba pálido pero sus ojos ardían de desafío—. ¿Qué tiene que ver en todo esto?
—Ella es tu debilidad —dijo Sven, haciendo un gesto a uno de sus hombres para que pusiera un cuchillo en la garganta de Livia—. La pieza que asegura tu cooperación. Vas a volver al cuartel. Le dirás a Kael que el ataque vendrá del oeste. Cuando todas nuestras fuerzas estén allí, los hombres de Tacio entrarán por el este. Y tú no harás nada. O la anticuaria romana morirá lentamente.
Miré a Livia. Incluso con el acero en su cuello, negó con la cabeza sutilmente. No lo hagas. Su mirada me decía que muriera luchando, que no me rindiera. Era más valiente que la mayoría de los hombres que yo conocía. Y en ese instante, supe que mi amor por ella era más fuerte que mi miedo a la muerte. Era mi ancla, sí, pero también era mi faro.
Tomé una decisión. La única que un hombre del norte podía tomar.
—Liberadla, Sven. Y quizá viva para ver el amanecer.
Se echó a reír. Una risa hueca y amarga. —No estás en posición de negociar, Bjorn.
—No estoy negociando.
Dejé caer mi hacha. El sonido metálico resonó en el silencio. Sven frunció el ceño, confundido. Levanté las manos.
—Me rindo.
Fue la finta que necesitaba. Mientras la atención de todos se centraba en mi aparente sumisión, mi mano derecha se deslizó hacia la bota, donde siempre llevaba un seax, un cuchillo largo y pesado. En un movimiento fluido, lo lancé. No apunté a Sven, sino al candil de aceite que colgaba sobre un montón de barriles de brea.
El cuchillo dio en el blanco. El candil se hizo añicos y el aceite ardiendo llovió sobre la brea. La explosión no fue un estallido, sino un rugido hambriento. Una pared de fuego anaranjado y negro surgió entre nosotros, separándome de Sven y sus hombres.
El caos fue mi aliado. El humo llenó el almacén, espeso y asfixiante. Salté a través de las llamas, sintiendo el calor abrasador en mi piel, y corrí hacia Livia. Corté sus ataduras mientras el fuego crecía a nuestro alrededor, devorando la estructura de madera.
—¡Por aquí! —le grité, tirando de ella hacia una ventana alta en la pared trasera.
Escuché los gritos de rabia de Sven tras el muro de fuego. Salimos al exterior, tosiendo, con los ojos llorosos, justo cuando la primera viga del techo se derrumbaba con un estruendo ensordecedor. No nos detuvimos. Corrimos por los callejones oscuros, sin mirar atrás, mientras el resplandor del incendio pintaba de rojo sangre el cielo nocturno.
Llegamos a su tienda, sin aliento y cubiertos de hollín. La barriada entera estaba despertando por el ruido y el resplandor.
—Se acabó, Bjorn —dijo, su voz temblorosa pero firme—. La conspiración ha sido expuesta. El incendio delatará a Tacio y a Sven. Has ganado.
La miré. En sus ojos no solo veía el reflejo de las llamas, sino el reflejo de un futuro que nunca podríamos tener. Yo era un varego. Mi vida era el cuartel, la batalla, la lealtad a mis hermanos de escudo. Ella era una hija de Bizancio, su vida estaba entre sus libros y sus secretos. El incendio nos había salvado, pero también había iluminado el abismo insalvable entre nuestros mundos.
—No hemos ganado —dije, mi voz más suave de lo que pretendía—. Hemos sobrevivido. Sven y Tacio caerán. Kael restaurará el honor de la Guardia. Pero mañana, cuando el sol salga, yo seguiré siendo un hacha a sueldo en una tierra extraña. Y tú…
—Y yo seguiré siendo una mujer que ama a un bárbaro —completó ella, poniendo una mano en mi pecho, justo sobre mi corazón—. Y eso, en esta ciudad, es una sentencia de muerte más segura que cualquier espada.
Me acerqué y la besé. Un beso desesperado, lleno de la amargura de la victoria y el sabor a ceniza de la despedida. Era el último capítulo de nuestra historia, escrito con fuego y sellado con un adiós silencioso.
A la mañana siguiente, volví a mi cuartel. Kael ya lo sabía todo. Sven y sus traidores habían sido capturados tratando de huir de la ciudad. El General Tacio, al ver su plan reducido a cenizas, se había quitado la vida con su propia gladius. El Emperador nos reafirmó su confianza. Fui un héroe.
Pero cada noche, cuando la ciudad se silencia y solo queda el eco de los pasos de los centinelas, no pienso en el oro ni en la gloria. Pienso en unos ojos del color del olivo y en el fantasma de un águila rota. Serví a mi Emperador. Vengué a mi amigo. Salvé a la Guardia. Pero mi corazón quedó atrapado en una pequeña tienda de antigüedades, un tesoro que gané y perdí en la misma noche, en la sombra de un imperio que nunca sería mi hogar. Y ese, descubrí, es el suspense más cruel de todos: sobrevivir a la batalla, pero perder la guerra que de verdad importaba.
Si te ha gustado este relato sobre vikingos y romanos, te fascinará el thriller adictivo de ciberguerra, suspense y supervivencia que exploro en mi novela ‘La Firma del Cisne‘ y el resto de relatos disponibles.