Relato de Misterio: El Guardián del Silencio
El otoño gallego se había pegado a los huesos de Leo con la tenacidad del musgo a la piedra. Llevaba tres semanas caminando. Tres semanas intentando que el ritmo monótono de sus botas sobre el barro, la piedra y el asfalto acallara el eco de su fracaso. Era un periodista, o lo había sido. Ahora era solo un hombre con una mochila demasiado pesada y un pasado que pesaba aún más, peregrinando hacia una redención que no creía merecer.
El tramo que ascendía a O Cebreiro lo recibió con una niebla tan densa que el mundo se redujo a los tres metros de sendero que tenía delante. El aire, cargado de humedad y del olor a tierra mojada y eucalipto, era casi sólido. Fue entonces cuando la vio. No a una persona, sino una anomalía en el paisaje sagrado del Camino: una flecha amarilla, el símbolo universal que guiaba a los peregrinos, pintada al revés sobre un mojón de granito. Apuntaba hacia la espesura del bosque, en dirección contraria a la lógica y a la ruta.
La curiosidad, ese viejo instinto que le había costado su carrera, se agitó en su interior. Se desvió del sendero, siguiendo la dirección de la flecha invertida. A unos veinte metros, entre helechos empapados y el suelo alfombrado de hojas de roble, encontró un bulto. Era una libreta Moleskine de tapa dura, embarrada y con las páginas hinchadas por la humedad. En la primera página, una caligrafía elegante y decidida decía: “Elara. Mi Camino. Año Jacobeo 2018.”
Un escalofrío que nada tenía que ver con el frío le recorrió la espalda. Llevaba días escuchando el rumor en los albergues. Una chica holandesa, Elara. Llevaba una semana desaparecida. La Guardia Civil la buscaba, pero el Camino es largo y la gente, a veces, simplemente decide cambiar de rumbo. O eso querían creer. Leo guardó la libreta en un bolsillo interior de su chaqueta impermeable. El instinto le gritaba que aquello no era un simple extravío. La flecha invertida era un mensaje. Y él acababa de recoger el testigo.
Esa noche, en el albergue de Triacastela, mientras el resto de peregrinos roncaba o susurraba en media docena de idiomas, Leo se encerró en el baño con una linterna frontal y el diario de Elara. Las primeras páginas estaban llenas de la euforia típica del peregrino novato: descripciones vívidas de los paisajes navarros, bocetos de iglesias románicas y reflexiones sobre la libertad. Elara era estudiante de Historia del Arte, y su mirada era aguda.
Pero a medida que avanzaba, el tono cambiaba.
“Día 15. Etapa de Carrión de los Condes a Terradillos de los Templarios. La meseta es un desafío mental. Un sol implacable y una línea recta hasta el infinito. He conocido a un alemán, Klaus. Intenso. Discutimos sobre el ‘verdadero’ significado del Camino. Él cree que la mayoría somos turistas espirituales. Me ha hecho sentir incómoda. Sus ojos juzgan.”
Leo sintió una punzada de reconocimiento. Había visto a ese tipo de peregrino, los puristas.
Unos días después, ya en tierras leonesas, la inquietud de Elara se volvía más palpable.
“Día 21. Astorga. Hay un hombre que he visto varias veces. No es como Klaus, no es agresivo. Al contrario, es amable, casi paternal. Se llama Mateo. Siempre está ayudando, ofreciendo agua, una palabra de ánimo. Pero hay algo en su mirada… una especie de evaluación constante. Como si nos estuviera sometiendo a un examen del que no conocemos las preguntas. Ayer me preguntó por qué caminaba. Le di una respuesta vaga y sonrió, pero su sonrisa no llegó a sus ojos. Dijo: ‘El Camino tiene memoria. Y no le gustan las mentiras’.”
Leo tragó saliva. El nombre de Mateo no le sonaba, pero la descripción era escalofriante. Continuó leyendo. La entrada que heló la sangre en sus venas fue la penúltima, escrita la noche antes de llegar a O Cebreiro.
“Día 25. Herrerías. La subida a O Cebreiro me intimida. Galicia se siente diferente. Más natural. Mateo ha vuelto a hablar conmigo en la cena. Me ha contado una leyenda local sobre ‘El Guardián del Silencio’, una especie de espíritu del Camino que se llevaba a los peregrinos que no eran puros de corazón. Lo contaba como un cuento popular, pero su mirada era febril. Luego he visto a Klaus discutiendo con el hospitalero. Está enfadado por todo. Siento que algo no va bien. Hay una tensión extraña en el aire. Mañana quiero desviarme un poco del camino principal. Cerca de La Faba, he visto en un mapa una pequeña ermita abandonada, prerrománica. Quiero dibujarla. Necesito un poco de soledad.”
La última página estaba casi en blanco. Solo una frase temblorosa, escrita con prisa.
“No estoy sola. La flecha está al revés.”
Leo cerró el diario, con el corazón martilleándole en el pecho. Elara no se había perdido. Había ido a esa ermita y alguien la había interceptado. Alguien que conocía la leyenda del Guardián. ¿Klaus, en un arrebato de ira? ¿O el afable y terrorífico Mateo?
Al día siguiente, Leo no caminó hacia Samos. Caminó hacia el cuartel de la Guardia Civil. Les entregó el diario y les contó su teoría. El sargento, un hombretón gallego con cara de pocos amigos, lo escuchó con paciencia escéptica.
—Hemos hablado con un tal Klaus Schmidt —dijo el sargento, revisando unas notas—. Tenía un billete de avión desde Santiago para dos días después de la desaparición de la chica. Lo cogió. Su coartada es sólida, aunque sea un borde de narices. ¿Mateo? Es un nombre muy común. Sin un apellido, es buscar una aguja en un pajar.
—Pero la ermita… —insistió Leo—. Tienen que mirar allí.
—Ya mandamos una patrulla a peinar la zona cuando nos avisaron de la desaparición. No encontramos nada. Apreciamos su ayuda, señor… —miró el DNI de Leo—… Varela. Pero déjenos hacer nuestro trabajo. Usted siga su Camino.
Frustrado y furioso, Leo salió de allí. ¿Seguir su Camino? Su Camino ahora era este. Elara le había pasado el testigo con esa libreta y él no iba a soltarlo. Su instinto de periodista, dado por muerto, resucitaba con una fuerza brutal. Decidió que si la Guardia Civil no iba a buscar en serio, lo haría él.
Se dirigió a Samos, la siguiente parada lógica. En el majestuoso monasterio, buscó el registro de peregrinos de los días posteriores a la desaparición de Elara. Y allí estaba. Klaus Schmidt había firmado. Y unas líneas más abajo, con una caligrafía pulcra: Mateo Ríos. Junto al nombre, una pequeña anotación: “Hospitalero voluntario en Sarria.”
El corazón de Leo dio un vuelco. ¡Sarria! El punto de inicio más popular del Camino, donde miles de peregrinos empiezan su ruta de los últimos cien kilómetros. Un lugar perfecto para observar, para juzgar, para cazar.
Leo no se lo pensó. Cogió un autobús a Sarria. El albergue principal era un edificio grande y moderno. En la recepción, un hombre de unos sesenta años, con el pelo cano, una sonrisa cálida y unos ojos azules increíblemente claros, atendía a un peregrino coreano.
—You need to put the stamp here —decía con amabilidad.
Leo se acercó al mostrador, fingiendo buscar su credencial. El hombre levantó la vista.
—¿Puedo ayudarte, peregrino?
—Busco a Mateo Ríos. Me han dicho que trabaja aquí.
La sonrisa del hombre se amplió. —Estás de suerte. Soy yo. ¿Nos conocemos?
Era él. El hombre afable de la descripción de Elara. El Guardián del Silencio. El pulso de Leo se disparó, pero mantuvo la calma. Su mente de periodista se activó, buscando un ángulo, una forma de hacerlo hablar.
—No, no personalmente —dijo Leo—. Mi nombre es Leo. Soy… amigo de Elara. La chica holandesa.
La sonrisa de Mateo no vaciló, pero Leo vio un destello gélido en sus ojos. Un cambio casi imperceptible.
—Ah, sí. Qué tragedia. Una chica encantadora. Con un propósito tan puro. Una pena que se perdiera. El Camino a veces reclama a los despistados.
La frase de Elara resonó en su mente: “El Camino tiene memoria. Y no le gustan las mentiras.”
—No creo que se despistara —dijo Leo, mirándolo fijamente—. Creo que alguien la desvió. Alguien que invierte las flechas.
El silencio que cayó sobre el mostrador fue pesado, denso como la niebla de O Cebreiro. Mateo dejó de sonreír. Su rostro se convirtió en una máscara de fría serenidad.
—Eres periodista, ¿verdad? Leo Varela. El que hundió a un juez con pruebas falsas. Tuve mucho tiempo para leer sobre ti en los largos inviernos gallegos. El Camino está lleno de gente rota como tú, buscando un titular o una absolución barata. Crees que encontrar a esta chica te limpiará. Pero estás tan sucio como los demás.
Leo se quedó de piedra. Lo había investigado. Lo estaba esperando.
—¿Dónde está, Mateo? —preguntó Leo, con la voz convertida en un susurro ronco.
—Está donde debe estar. En el silencio. Elara era casi perfecta, pero la soberbia la perdió. Quería los secretos del Camino sin ganárselos. Lo profanaba con sus cuadernos y sus lápices, tratando de capturar lo que debe ser sentido, no dibujado. Yo solo la ayudé a encontrar la paz definitiva. La purifiqué.
Era una confesión. Fría, desquiciada, pero una confesión. Leo metió la mano en el bolsillo, buscando su móvil para grabar, pero Mateo fue más rápido. Se inclinó sobre el mostrador y su voz se volvió un sibilido venenoso.
—No cometerás el mismo error que ella, Leo. Tú no irás a ninguna ermita abandonada. Esta noche, cuando el albergue duerma, tú y yo daremos un paseo. Me contarás por qué un farsante como tú se atreve a pisar esta tierra sagrada. Y el Camino decidirá si mereces ver el amanecer.
El terror se apoderó de Leo. Estaba atrapado. Pero en medio del miedo, la rabia le dio una claridad inesperada. No había corrido toda su vida para morir a manos de un loco en un albergue de Sarria.
—De acuerdo, Mateo —dijo, asintiendo lentamente—. Un paseo. Pero primero necesito dejar mi mochila en la habitación. Pesa demasiado.
Mateo asintió, satisfecho. —Te espero. No intentes ninguna tontería. Las puertas están cerradas y conozco cada rincón de este lugar.
Leo subió a la habitación comunal, el corazón desbocado. Sabía que no tenía escapatoria. Pero mientras dejaba la mochila en la litera, su mirada se posó en la ventana. Daba a un pequeño tejado de pizarra, resbaladizo por la lluvia reciente. Era una locura. Una caída de cinco metros al callejón trasero. Pero era una oportunidad.
No se lo pensó. Abrió la ventana con sigilo, se deslizó fuera y aterrizó con un golpe sordo en el tejado. Las tejas estaban heladas y resbaladizas. A gatas, llegó al borde y se dejó caer al callejón, aterrizando mal sobre un tobillo que protestó con un dolor agudo. Cojeando, corrió sin mirar atrás, hacia las luces del pueblo, hacia la salvación.
Llamó a la Guardia Civil desde el bar de un hotel. Esta vez, con un nombre, un lugar y una confesión presenciada, el sargento no dudó. Media hora después, varias patrullas rodeaban el albergue.
Leo esperó en el coche de la patrulla, con el tobillo vendado y una manta sobre los hombros. Vio cómo sacaban a Mateo, esposado. El hospitalero voluntario ya no sonreía. Su mirada se cruzó con la de Leo a través del cristal. No había odio en ella, solo una fría y absoluta decepción, como la de un dios que ve a su creación más imperfecta rebelarse.
Días después, siguiendo las indicaciones que Mateo dio en el interrogatorio, encontraron el cuerpo de Elara. Estaba enterrada cerca de la ermita, bajo un montón de piedras que formaban una flecha invertida. En su mano, aún aferraba un pequeño carboncillo.
Leo nunca llegó a Santiago. Su Camino terminó en Sarria. Unas semanas después, su historia, publicada en exclusiva, fue la más leída del país. Le devolvió la carrera, el respeto y un propósito. Pero a veces, por la noche, cuando el silencio era demasiado profundo, todavía oía la voz amable de Mateo preguntándole si era puro de corazón. Y entonces se daba cuenta de que, aunque había encontrado al Guardián del Silencio, el eco de sus preguntas lo acompañaría para siempre, como una sombra perpetua en su propio y retorcido camino.
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