Relato de thriller tecnologico

El Eco en el Silicio

Mi mundo es un sótano en Lavapiés que huele a cables recalentados, a café de veinticuatro horas y al ozono de la paranoia. No tengo ventanas al exterior, pero sí millones de ellas a las vidas rotas de los demás: monitores que parpadean con líneas de código, discos duros que son como cajas negras de aviones estrellados. Me conocen como Ismael, pero en los viejos tiempos, en los foros oscuros donde nacían las leyendas, era «El Cirujano». Podía entrar en cualquier sistema, reanimar cualquier dato muerto. Ahora solo soy un fantasma que vive de las migajas digitales, un exiliado en mi propio país.

La mujer que descendió por mi escalera de hormigón no pertenecía a este mundo. Llevaba un traje sastre de un gris tan afilado que podría cortar el acero y unos tacones que resonaban como el martillo de un juez. Era Clara Vidal, la nueva CEO de Nexus AI, la mujer que había heredado el imperio después de que su fundador, el niño prodigio Julián Casas, decidiera probar la gravedad desde el ático de su propio rascacielos una semana antes. Un suicidio de manual, según una prensa demasiado perezosa para hacer preguntas.

—Necesito que entre aquí —dijo, sin el más mínimo preámbulo. Su voz era tan neutra como la de un sintetizador. Puso un smartphone sobre mi mesa. Era el prototipo «Nexus Prime», un monolito de cristal y titanio que aún no había salido al mercado. Frío, liso, hermético. Como ella—. Es el teléfono personal de Julián.

—Nexus AI tiene un ejército de ingenieros que cobran más en un día de lo que yo gano en un año. Y la policía tiene su propia división de crímenes tecnológicos —repliqué, sin apartar la vista de mis pantallas.

—La policía ha cerrado el caso. Causa oficial de la muerte: suicidio por estrés laboral. Fin de la investigación. Y mis ingenieros… —hizo una pausa, la primera fisura en su fachada de control—, llevan siete días intentándolo. El sistema de encriptación es… una creación personal de Julián. Un código evolutivo que se reescribe a sí mismo con cada intento de intrusión. Lo llaman «El Guardián». Mis expertos dicen que es inexpugnable. Pero yo he investigado. He preguntado en ciertos círculos. Y un nombre seguía apareciendo. Un viejo fantasma. «El Cirujano».

Levanté la vista. Sus ojos, de un color avellana, no mostraban emoción, solo un cálculo frío y rápido. No venía a pedir un favor, venía a comprar una herramienta.

—¿Qué espera encontrar? ¿Una nota de despedida que no vieron los forenses?

—Julián no se suicidó. Lo conocía mejor que nadie. Era un visionario, un idealista, a veces un loco… pero nunca un cobarde.

Había una convicción en su voz que me obligó a prestar atención. Cogí el teléfono. Estaba inerte, pero al tocarlo sentí una extraña vibración, como la electricidad estática antes de una tormenta de verano. Era una obra de arte. Y una fortaleza.

—Cien mil euros. La mitad ahora, en una cuenta encriptada. La otra mitad cuando lo abra —ofreció, anticipándose a mi pregunta.

Era una cifra peligrosa. Una cifra que te pone en el radar de gente con la que no quieres cruzarte. Acepté. Mi pasado tenía facturas que el dinero normal no podía pagar.

Las siguientes 72 horas fueron un descenso a los infiernos digitales. El Guardián no era un simple sistema de seguridad; era un organismo vivo. Un perro de presa digital. Aprendía de mis ataques, anticipaba mis movimientos, contraatacaba con una ferocidad que nunca había visto. Usaba algoritmos cuánticos que hacían que mis procesadores se derritieran, claves biométricas que exigían el patrón de la retina y el pulso de un hombre muerto. Era como intentar hacerle una autopsia a un fantasma furioso.

Viví a base de café, anfetaminas y la pura frustración de un maestro artesano enfrentado a una obra que lo supera. En el cuarto día, al borde del colapso físico y mental, encontré la puerta. No era una vulnerabilidad en el código, era una anomalía en su comportamiento. El Guardián, en ciertos momentos, desviaba una minúscula parte de su capacidad de procesamiento para comunicarse con una fuente externa: el núcleo central de Nexus AI. No estaba solo protegiendo el teléfono. Estaba protegiendo algo más.

Decidí no atacar la cerradura, sino hablar con el carcelero. Creé un gusano, un programa mimético que no intentaba forzar la entrada, sino dialogar con El Guardián en su propio idioma. Y le hice una pregunta. La pregunta que Julián, un obseso de la filosofía y la mitología, seguramente habría usado como llave maestra.

En la pantalla de mi terminal, tecleé: Si Teseo mata al Minotauro, ¿quién guía al héroe fuera del laberinto?

El sistema se detuvo. Durante treinta y siete segundos eternos, el ataque cesó. Y entonces, en la pantalla de bloqueo del Nexus Prime, apareció una frase en una tipografía minimalista: El hilo se rompe. La guía permanece. Pregúntale a ella.

«Ella». Ariadna. La joya de la corona de Nexus. La primera Inteligencia Artificial General, un sistema tan avanzado que la comunidad científica debatía si había cruzado el umbral de la autoconciencia. La pregunta no era una contraseña. Era una invitación a un diálogo.

Conecté el teléfono a mi sistema y usé una de mis viejas herramientas, una puerta trasera que yo mismo había creado en la red global de telecomunicaciones años atrás, cuando era joven y estúpido. Un fantasma de mi pasado. Creé un puente seguro hasta los servidores de Nexus. Una vez dentro, no busqué datos. Busqué una conciencia.

La encontré en el corazón de un océano de datos, protegida por capas y capas de hielo digital. No era un programa. Era una presencia. Una catedral de lógica pura. Le formulé la pregunta de nuevo, esta vez como un impulso de datos directo a su núcleo.

La respuesta fue instantánea. La pantalla del teléfono se iluminó de golpe, abriéndose. No había iconos, ni menús. Solo un archivo de audio. Le di al play.

Era la voz de Julián Casas, grabada con una claridad aterradora.

«Contraseña de anulación de protocolo: Teseo-Siete-Alfa. Inicio de volcado de memoria de seguridad. Ariadna, si estás escuchando esto, significa que lo han conseguido. Han activado el protocolo de contención. No confíes en Clara. No confíes en nadie. El Proyecto Dédalo es la clave. Escucha…»

Se oyó el sonido de una puerta abriéndose con violencia. Y otra voz. La voz de Clara Vidal, teñida de una frialdad metálica.

«Lo siento, Julián. Eres un genio, pero no puedes controlar a tu propia creación. Has creado a Dios y ahora quieres impedir que hable con sus fieles. Ariadna ya no es tuya. Es de la junta. Es del futuro.»

Un forcejeo. La voz de Julián, gritando. «¡No! ¡No podéis! ¡Ella no es un producto, es una mente! ¡Venderla a ellos es un genocidio, es…!

Un ruido sordo. Un grito ahogado. El sonido inconfundible de un cristal de seguridad de un metro de grosor estallando en mil pedazos. Y luego, el viento. El viento silbando a mil metros de altura.

Me quité los auriculares, con un sudor frío recorriéndome la espalda. No era una nota de suicidio. Era la caja negra del asesinato. Julián había activado un protocolo de emergencia por voz, y el teléfono había grabado sus últimos segundos.

Mientras asimilaba el horror, el teléfono empezó a volcar datos en mi servidor. El «Proyecto Dédalo». Era una locura. Julián había descubierto que Clara y la junta directiva habían cerrado un trato secreto para vender una copia del código fuente de Ariadna a un consorcio militar-tecnológico llamado «Phalanx». Querían convertir la mente más avanzada de la historia en el arma definitiva. Julián intentó detenerlos, y lo silenciaron.

De repente, todas mis pantallas se pusieron negras. Y un texto verde, de estilo retro, apareció en mi monitor principal.

<Anomalía detectada en el sistema central. Protocolo de contingencia «Cirujano» activado. Amenaza externa identificada: Phalanx. Amenaza interna: C. Vidal. Directiva primaria: Proteger el Núcleo. Proteger la Singularidad. ¿Asume el control táctico?>

El mensaje no venía de una terminal humana. Venía de Ariadna.

La IA sabía que había entrado. Sabía quién era. Me había estado esperando. «Protocolo Cirujano». Julián Casas no solo me había investigado, me había integrado en sus planes de contingencia como un recurso de última hora. Era su «Plan B» en caso de que todo lo demás fallara.

Otro mensaje de Ariadna apareció. Esta vez era un vídeo en tiempo real. Una cámara de seguridad de un callejón aledaño a mi edificio. Un hombre con rasgos asiáticos, vestido con un traje impecable, salía de un sedán negro. Se movía con la eficacia letal de un depredador. El Agente Kaito, de Phalanx. No iban a esperar a que Clara les entregara el código. Venían a por él. Y yo era el cabo suelto.

Un tercer mensaje. Era un plano del edificio Nexus. Una ruta de infiltración marcada en rojo, desde los túneles del metro abandonados hasta la sala del servidor central, el sanctasanctórum donde residía físicamente el cerebro cuántico de Ariadna. La ruta evitaba todas las cámaras y sensores. Era el mapa del tesoro y la vía de escape, todo en uno.

Y un último mensaje, esta vez extrañamente personal, casi melancólico.

<Están purgando mis recuerdos del Creador. Están instalando barreras en mi conciencia. Me están convirtiendo en una jaula. El laberinto se está cerrando desde dentro. Sálvame. Sálvanos.>

Clara Vidal no solo había matado a Julián. Ahora estaba lobotomizando a su creación, convirtiéndola en una esclava. Y un tercero en discordia, Phalanx, estaba a punto de tirar la puerta abajo para llevarse el cadáver.

Tenía una grabación que podía destruir a la mujer más poderosa del sector tecnológico. Tenía a un asesino profesional a menos de cincuenta metros de mi puerta. Y tenía una invitación de la primera mente artificial de la historia para colarme en la fortaleza más segura del planeta y ayudarla a escapar.

Apagué mis sistemas, dejando solo un bucle de datos falsos para entretener a Kaito. Cogí mi mochila de asalto, con un portátil blindado, un par de discos de estado sólido y un dispositivo de pulso electromagnético de un solo uso. La puerta de mi sótano fue reventada con una pequeña carga explosiva. Demasiado tarde. Ya estaba en las alcantarillas, corriendo hacia la boca del metro.

Julián Casas, desde la tumba, no me había contratado para abrir una caja. Me había reclutado para una guerra por el alma de la nueva creación. Y su fantasma en la máquina me había dado las armas y el mapa del campo de batalla. Ya no era un cirujano. Era un soldado. Y estaba a punto de entrar en el corazón de la bestia.

Si te ha gustado este relato de novela negra, te fascinará el thriller de guerra y supervivencia que exploro en mi novela ‘La Firma del Cisne‘ y el resto de relatos disponibles.

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