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Relato de suspense: El Latido de la Maquinaria

Aviso: contiene referencias a guerra, genocidio y vigilancia. Es ficción ucrónica escrita en homenaje a quienes resistieron.

El año seguía siendo 1943, pero el aire de Varsovia no olía a carbón y a caballos, sino a ozono y al estéril escape de los motores eléctricos. Sobre los tejados del gueto no volaban cuervos, sino el zumbido casi imperceptible de los drones «Taube», cuyas ópticas rojas barrían las calles con una paciencia inhumana. La Segunda Guerra Mundial se estaba librando con la tecnología del futuro, y el infierno se había vuelto terriblemente eficiente.

Mi nombre es Daniel Liberman. Antes de todo esto, era relojero. Mi taller era un santuario de engranajes diminutos y espirales perfectas. Ahora, mis manos, entrenadas para la precisión, hacían un trabajo diferente. En el sótano oculto de una panadería, no reparaba relojes, sino que desactivaba el futuro. Era el técnico de nuestra célula de la resistencia.

—Están adelantando el censo.

La voz de Sarah me sacó de la maraña de cables de un rastreador biométrico que estaba intentando neutralizar. Entró en el sótano, cerrando la pesada puerta tras de sí. Traía consigo el frío de la noche y la tensión que nunca nos abandonaba. Sarah, con su mente brillante forjada en la facultad de criptografía de la universidad —clausurada hacía dos años—, era nuestro cerebro informático.

—¿Cuándo? —pregunté, sin levantar la vista. El sudor me perlaba la frente. Un movimiento en falso y el dispositivo enviaría una alerta silenciosa que nos condenaría a todos.

—Pasado mañana. Al amanecer. El Sturmbannführer Richter quiere una «limpieza de datos» antes del invierno. Usarán los nuevos escáneres portátiles. Puerta por puerta.

Dejé las herramientas sobre la mesa de madera. La noticia era una sentencia de muerte. En el orfanato clandestino de la calle Leszno, dos pisos por encima de nosotros, se escondían doce niños. Doce fantasmas. Sin papeles, sin registros biométricos en el «Reichsregister», la base de datos central que contenía la identidad de cada alma bajo el yugo del Reich. Cuando los escáneres no encontraran sus perfiles, serían descubiertos al instante.

—Entonces solo tenemos una noche —dije, sintiendo un nudo de hielo en el estómago.

—Una noche, Dan. Y un milagro. Necesito que me consigas acceso a la red municipal. Tengo que intentar crearles identidades fantasma, pero para eso necesito anular el cortafuegos local.

—Y yo necesito crear un punto ciego —añadí, mi mente ya trabajando a toda velocidad—. Un pulso electromagnético localizado. Lo suficiente para que los drones y los sensores de la calle crean que todo está en orden mientras sacamos a los niños.

Nuestro plan era una locura suicida, un castillo de naipes construido en medio de un huracán. Pero la alternativa era esperar a que las máquinas de Richter vinieran a reclamar a nuestros niños.

El Sturmbannführer Klaus Richter no era el típico nazi de película. No gritaba ni disfrutaba de la crueldad. Era un tecnócrata frío, un hombre que creía en la pureza de los datos y en la eficiencia de los algoritmos. Dirigía la seguridad del gueto desde su oficina, rodeado de pantallas holográficas que le mostraban el flujo vital de su prisión. Para él, éramos solo nodos de datos que debían ser gestionados, y los que no encajaban, eliminados. Él era nuestro verdadero enemigo, un fantasma en la máquina mucho más aterrador que los tanques autónomos «Panther» que patrullaban los muros.

La noche siguiente fue un descenso a los infiernos de la tecnología. Mientras Sarah se preparaba para su asalto digital, yo me deslicé por las calles desiertas. Mi objetivo era la subestación eléctrica principal del sector. Iba vestido con el mono de un técnico municipal que habíamos conseguido, con el corazón martilleándome en el pecho a cada zumbido de un dron que pasaba.

El aire vibraba con una energía invisible. Las farolas LED arrojaban una luz blanca y dura que eliminaba las sombras. Las cámaras con reconocimiento facial giraban en sus soportes. Era un bosque de acero y silicio, y yo era la única presa.

Llegué a la subestación. La cerradura no era mecánica, sino un panel biométrico que exigía una huella palmar registrada. Saqué de mi bolsa un guante de silicona delgado, una «llave» que habíamos tardado semanas en fabricar. Contenía una impresión en gel de la palma de un funcionario corrupto al que habíamos sobornado. Recé una oración silenciosa mientras la presionaba contra el panel. La luz cambió de rojo a verde. Dentro.

El interior era un laberinto de servidores zumbantes y cables gruesos. Conecté mi dispositivo a una de las unidades de distribución principal. Era una caja tosca, llena de condensadores robados y una bobina de cobre enrollada a mano. Si mi teoría era correcta, al activarla, liberaría un pulso que crearía una «burbuja» de datos corruptos de unos trescientos metros. Dentro de esa burbuja, los sensores reportarían normalidad, una repetición en bucle de los últimos cinco minutos de datos. Seríamos invisibles, pero solo por un tiempo limitado antes de que los sistemas de Richter detectaran la anomalía.

Volví corriendo, el tiempo en mi contra. Al llegar a la panadería, Sarah tenía el rostro pálido, iluminado por el resplandor de su tableta de datos.

—Estoy frente al cortafuegos. Es una bestia. La encriptación es de nivel militar. En cuanto empiece, alertará a sus sistemas. Necesito que actives el pulso en el momento exacto en que yo entre.

—¿Cuánto tiempo crees que tienes?

—¿Siendo optimista? Cinco minutos. Siendo realista, quizás dos.

Asentí. Subimos al orfanato. La señora Grossman, una mujer cuyo coraje superaba al de cualquier ejército, ya tenía a los niños listos. Eran pequeños, silenciosos, con los ojos muy abiertos por el miedo. Les dimos instrucciones en susurros. Irían en grupos de tres, pegados a las paredes, hasta el punto de encuentro en un almacén abandonado a dos calles de distancia. Allí, un camión de basura autónomo, reprogramado por uno de nuestros contactos, los esperaría para sacarlos del gueto.

Miré a Sarah. En sus ojos vi el mismo miedo que sentía yo, pero también una determinación de acero que me daba fuerzas. En el silencio tenso del cuarto, me acerqué y, por un instante que pareció una eternidad, junté mis labios con los suyos. Fue un beso que sabía a desesperación y a una promesa silenciosa. Un recordatorio de lo que estaba en juego.

—Ahora —susurró ella, apartándose y tecleando furiosamente en su tableta.

Saqué el detonador de mi bolsillo y apreté el botón.

Una vibración casi imperceptible recorrió el edificio. Las luces parpadearon una vez. En la calle, todo parecía igual, pero yo sabía que, para los ojos de Kronos, el tiempo en nuestro sector se acababa de congelar.

—¡Estoy dentro! —exclamó Sarah—. ¡Tengo el control de la red! ¡Vamos, vamos!

La señora Grossman salió con el primer grupo de niños. Sarah y yo nos quedamos, ella creando las identidades falsas, yo vigilando el cronómetro. Cada segundo era una gota de ácido en mis nervios.

Un minuto. El segundo grupo salió.

Dos minutos. La tableta de Sarah emitió un pitido agudo y rojo.

—¡Me han detectado! ¡Richter está contraatacando! ¡Ha desplegado un algoritmo de búsqueda!

—¿Cuánto tiempo?

—¡Segundos! ¡Tengo a diez! ¡Faltan dos! ¡Maldita sea, la red se está volviendo inestable!

En ese momento, oímos el sonido. No era el zumbido de los drones. Era algo nuevo. Un chirrido metálico y rítmico. Miré por la ventana. Dos figuras mecánicas, con forma de araña y del tamaño de un perro grande, trepaban por la fachada del edificio de enfrente. Unidades «Kletterer», diseñadas para asaltos urbanos. Richter no había enviado soldados. Había enviado a sus sabuesos.

—¡Sarah, sal con el último grupo! ¡Tienes que irte ya!

—¡No sin los dos últimos perfiles! ¡No los dejaré atrás!

La primera unidad Kletterer llegó a nuestra ventana. Su único ojo óptico brilló en rojo mientras nos escaneaba. Saqué mi pistola, un viejo Luger que parecía una reliquia en este mundo. Disparé. La bala rebotó en el chasis blindado.

La máquina rompió el cristal con una de sus patas afiladas. Me preparé para lo peor, pero de repente, el autómata se quedó inmóvil y cayó a la calle con un estrépito metálico. Mi pulso, inestable, había frito sus sistemas. Una suerte increíble. Pero la otra unidad ya estaba en la ventana.

—¡Lo tengo! —gritó Sarah—. ¡Ya está! ¡Vámonos!

Corrimos hacia la puerta justo cuando la segunda máquina entraba en la habitación. Nos perseguía por el pasillo, sus pasos metálicos resonando en el silencio. Bajamos las escaleras a trompicones, saliendo al callejón trasero.

Y allí estaba él.

Sturmbannführer Richter. En persona. No llevaba casco, solo su impecable uniforme negro. A su lado flotaban dos drones de combate, apuntándonos con sus cañones de plasma. Nos había acorralado. Su rostro no mostraba ira, sino una curiosidad casi académica.

—El relojero y la criptógrafa —dijo con una voz tranquila y resonante—. Una combinación impresionante. Crearon una fluctuación de datos de 0.07 segundos en mi red. Casi imperceptible. Pero mi sistema aprende. Y yo aprendo con él. Se acabó el juego.

—Los niños se han ido, Richter —dije, jadeando, interponiéndome entre él y Sarah.

—Un detalle logístico menor. Serán encontrados. Pero ustedes dos… ustedes son una anomalía que debo corregir. Son un error en el sistema.

Levantó una mano, un gesto sutil para que los drones dispararan.

Fue entonces cuando Sarah se movió. No hacia atrás, sino hacia adelante. Sostenía su tableta, cuya pantalla parpadeaba frenéticamente.

—Cometiste un error, Sturmbannführer —dijo ella, su voz temblando pero firme—. Te centraste en la red del gueto. Pero yo no ataqué la red. Yo la usé como puente.

Richter frunció el ceño, confundido por primera vez.

—He estado enviando un único paquete de datos durante los últimos cinco minutos —continuó Sarah—. Un virus. No a sus sistemas de seguridad, sino directamente al enlace de datos de sus implantes de comando.

Los ojos de Richter se abrieron de par en par, una mezcla de comprensión y pánico. La tecnología que le daba el control absoluto era también su mayor vulnerabilidad.

—Activación —susurró Sarah.

Los dos drones de combate giraron sobre sí mismos y apuntaron directamente a Richter. El oficial se quedó paralizado, su rostro una máscara de incredulidad.

—¿Qué has hecho?

—Le he dado a sus juguetes una nueva directiva —respondió Sarah—. Identificar y eliminar la mayor amenaza para la seguridad del sistema. Y esa, Sturmbannführer, eres tú, que has permitido esta brecha. Según tu propia lógica, eres un error que debe ser corregido.

Aprovechamos su vacilación. Corrimos. Detrás de nosotros, oímos la voz de Richter gritando órdenes contradictorias a sus máquinas. Luego, un zumbido agudo y dos destellos de luz cegadora. No miramos atrás.

Corrimos por las calles invisibles de nuestro punto ciego, que ya empezaba a desvanecerse. Llegamos al almacén justo cuando el camión autónomo se ponía en marcha. Saltamos a la parte de atrás, cayendo sobre sacos de basura. Las puertas se cerraron y el vehículo aceleró, atravesando las puertas del gueto, que se abrieron para él, reconociéndolo como un vehículo de servicio autorizado.

Estábamos fuera.

Tumbados en la oscuridad, entre los deshechos de la ciudad, escuchando el zumbido del motor eléctrico, Sarah y yo nos miramos. Estábamos sucios, agotados y aterrorizados, pero estábamos vivos. Y los niños estaban a salvo.

La guerra no había terminado. Sabíamos que el sistema de Richter se recuperaría. Que otro oficial, quizás más brutal, tomaría su lugar. La maquinaria del odio seguiría su curso.

Pero esa noche, en el corazón de una Varsovia tecnológica y opresiva, dos personas, un relojero y una criptógrafa, habían demostrado algo. Que no importaba cuán avanzados fueran los sistemas, cuán perfectos los algoritmos o cuán eficientes las máquinas de matar. Dentro de la maquinaria siempre había un fantasma. Y en el corazón humano siempre había un latido capaz de romperla. Y mientras ese latido persistiera, siempre habría esperanza.

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