Lo que el Pantano Esconde
El Delta del Ebro no es un lugar, es una sentencia. Un laberinto de agua estancada y lodo fértil donde el tiempo se dilata y los secretos se pudren bajo la superficie, alimentando las raíces de los arrozales. Volver aquí, después de que mi carrera en un importante periódico de Madrid implosionara por contar una verdad demasiado afilada, fue como aceptar una cadena perpetua a cámara lenta. Cambié los informes de corrupción ministerial por las esquelas y los resultados del equipo de fútbol local en «La Voz del Delta». Y esa mañana, la esquela era la de Laura, una chica de veinte años a la que había visto crecer. La habían encontrado flotando en el canal principal, cerca de la Laguna de la Tancada. La versión oficial, servida por el cuartel de la Guardia Civil antes incluso de la autopsia: un trágico accidente. Se cayó de la bici en la oscuridad. Ahogada. Caso cerrado en menos tiempo del que se tarda en cocer un arroz.
Conocía a Laura. Era una de esas jóvenes con fuego en la mirada, una furia idealista que la llevaba a plantarse delante de las excavadoras y a empapelar el pueblo con denuncias ecologistas. Tenía más enemigos en la comarca que mosquitos en una noche de agosto. Y, sobre todo, sabía montar en bicicleta mejor que nadie.
Fui al tanatorio, más por instinto de periodista oxidado que por un pésame sincero. El aire era denso, una mezcla de olor a flores baratas y a miedo contenido. Allí, apartada del resto, estaba Ana, su hermana mayor. Tenía los ojos secos, inyectados en sangre. No era la mirada del duelo, era la de la guerra. Me agarró del brazo y me sacó fuera, al sol húmedo y pegajoso.
—No fue un accidente, Martín. La mataron. Y todo el mundo en este puto pueblo lo sabe y se calla.
Su voz era un susurro tenso, a punto de romperse. Me enseñó una foto en su móvil. Era la bicicleta de Laura, la que sacaron del canal. La cadena estaba intacta, los neumáticos también. Pero uno de los pedales estaba destrozado, el metal retorcido hacia fuera, con restos de pintura azul. La pintura de los tractores y los todoterrenos de los Soler.
—El subteniente Garrido dice que se rompió al golpear con unas rocas en el fondo —dijo con un desprecio infinito—. ¡No hay ni una sola roca en ese canal, solo fango! Él ha sacado docenas de coches de ahí. Lo sabe perfectamente.
Garrido era un guardia civil de la vieja escuela, de los que creen que la paz social, aunque sea la paz de los cementerios, vale más que una verdad incómoda. Fui a verle al cuartel. Me recibió con esa cordialidad paternalista que usan los hombres que te han visto en pañales.
—Martín, hijo, deja esto. La chica bebía a veces, corría demasiado con la bici por los caminos… una desgracia, sí, pero no busques fantasmas donde no los hay. No remuevas el lodo. A veces, en el fondo, solo hay más lodo que te puede salpicar.
Su mirada me decía lo contrario. Me suplicaba que lo dejara estar.
Yo sabía lo que había en el fondo de ese lodo. El proyecto «Paraíso del Delta». Un macrocomplejo turístico de lujo, con campo de golf incluido, que la familia Soler quería construir justo en la última zona virgen de anidación de aves, la misma que Laura y su pequeño grupo de activistas defendían con uñas y dientes. Los Soler no eran los dueños del pueblo; el pueblo era una anotación en su libro de contabilidad. Poseían los arrozales, la cooperativa, el ayuntamiento y, sobre todo, el silencio de la gente.
Empecé a hacer preguntas, y fue como gritar contra el viento de levante. Puertas que se cerraban con demasiada rapidez, miradas que se desviaban hacia el suelo, frases cortadas a la mitad. «Pobre chica, una desgracia». «Iba como una loca con la bici». «Los Soler dan de comer a muchas familias». El miedo era una capa de limo invisible que lo cubría todo.
Ana, desesperada, me dio el portátil de su hermana. «Aquí tiene que haber algo», me dijo. Estaba protegido con una contraseña que ni ella sabía. Me pasé una noche entera en la redacción vacía del periódico, probando combinaciones. Nombres de pájaros, fechas de cumbres ecologistas, títulos de libros de Thoreau. Nada. Al amanecer, agotado y con los ojos ardiendo, probé la matrícula de un coche que, años atrás, había atropellado a su perro. Un coche que todo el mundo sabía que pertenecía a Ricardo Soler, el hijo del patriarca, aunque nunca se pudo demostrar. BINGO.
Dentro, había un arsenal. Laura no era solo una activista; era una investigadora meticulosa. Tenía carpetas llenas de documentos que había conseguido a través de filtraciones anónimas. Informes geológicos falsificados que declaraban la zona como «no inundable». Permisos de obra firmados por un concejal que, oficialmente, estaba de baja médica en Canarias en esas fechas. Y lo más grave: un borrador de un artículo, casi terminado, que conectaba el proyecto «Paraíso del Delta» con un suceso que el pueblo había decidido olvidar. «La Noche del Pantano».
Lo recordaba como una pesadilla infantil. Hacía treinta años. Un ecologista alemán, Klaus Richter, que se oponía vehementemente a un proyecto de desecación de los Soler de aquella época, desapareció. La historia oficial fue que se adentró solo en los cañaverales, se perdió y su cuerpo nunca fue encontrado, devorado por la voraz naturaleza del Delta. Un accidente. Como el de Laura.
El artículo de Laura era dinamita. Había encontrado un vínculo. El jefe de obra del proyecto actual era el hijo del capataz que trabajaba para el viejo Ramón Soler en aquel entonces. El concejal del permiso falso era sobrino del alcalde de la época. Era el mismo patrón de nombres, la misma red de favores. La misma tierra reclamando sacrificios.
El artículo terminaba con una frase que me heló la sangre: La historia en el Delta no se repite, solo cambia de máscara. El pantano nunca devuelve lo que se traga, a menos que alguien le obligue a escupir sus muertos.
Mientras leía, una piedra del tamaño de un puño se estrelló contra la ventana de la redacción, haciéndola añicos. No fue un aviso. Fue una declaración de guerra. Sabían que tenía el portátil.
A la mañana siguiente, las cuatro ruedas de mi coche estaban rajadas. Y sobre el capó, un pato salvaje degollado. Un símbolo mafioso, una advertencia inequívoca en el lenguaje del Delta: «cierra el pico o te lo cerraremos».
En lugar de asustarme, me llenó de una rabia fría que no sentía desde mis días en Madrid. Fui al periódico, redacté una columna y obligué al director a publicarla. No acusaba a nadie directamente. Solo hacía preguntas. Preguntas sobre el pedal roto, sobre los informes geológicos, sobre la extraña similitud entre un accidente actual y una desaparición de treinta años atrás. Lo titulé: «Las Memorias del Lodo».
El pueblo se convirtió en una olla a presión. Los Soler me mandaron a su abogado, un tiburón de ciudad con un traje que valía más que el periódico entero. Me amenazó con una querella por difamación que me dejaría en la ruina y sin poder volver a escribir ni una esquela. Me reí en su cara. Ya estaba en la ruina.
Esa noche, Ana vino a buscarme, pálida y temblorosa.
—El viejo pescador, el que llaman «El Mudo», quiere hablar contigo. Dice que él vio algo la noche que mataron a Laura. Pero tienes que ir solo. Y ahora.
«El Mudo» era una leyenda local. Un ermitaño que vivía en una barraca aislada en el corazón del pantano. Se decía que no había pronunciado una palabra desde «La Noche del Pantano», hacía treinta años.
Cogí una pequeña barca y navegué por los canales bajo la luz de una luna pálida. La niebla se levantaba del agua como un ejército de fantasmas. «El Mudo» me esperaba en su embarcadero, una figura esquelética recortada contra la luz de un candil. Era viejo, con la piel curtida como el cuero de un tambor y unos ojos que parecían contener toda la tristeza del Delta.
No habló. Se limitó a hacerme un gesto para que lo siguiera. Cogió una pala y, a unos metros de su barraca, empezó a cavar en el fango, en un lugar que parecía igual a cualquier otro. El olor a tierra podrida y a metano llenó el aire. A poco más de un metro de profundidad, la pala golpeó algo sólido con un ruido sordo.
No era una roca. Eran huesos. Huesos humanos, ennegrecidos por el tiempo y el fango. Y junto a ellos, algo que brillaba débilmente. Un reloj de pulsera alemán, oxidado pero inconfundible. El reloj de Klaus Richter.
«El Mudo» me miró, y por primera vez en treinta años, habló. Su voz era un susurro roto, como el crujido de la madera seca.
—Dos veces. —Dijo, y tuvo que tragar saliva para continuar—. Dos veces he visto cómo los Soler entierran en mi pantano a los que les estorban. Al alemán lo enterraron aquí mismo. El viejo Ramón y su capataz. Yo era un crío, estaba pescando. Me vieron. Me dijeron que si hablaba, mi familia iría detrás. Y callé. Callé treinta años.
Hizo una pausa, y una lágrima solitaria recorrió su mejilla arrugada.
—A la niña… a la niña la vi. Fue Ricardo, el hijo. La atropelló con el todoterreno. Ella no murió en el acto. Discutieron. Ella lo amenazó con contarlo todo, lo del alemán también. Y él… él la ahogó en el canal. Con sus propias manos. Luego la lastró con bloques de hormigón. Pero el río, a veces, se cansa de guardar secretos. Y los escupe. El cuerpo salió a flote a los dos días.
Ahora tenía la historia completa. Tenía al testigo. Tenía los huesos del pasado y el crimen del presente. Pero estaba en medio del territorio comanche, con un anciano traumatizado como única protección. Mi teléfono no tenía cobertura. Y en la lejanía, el rugido de un motor potente se acercaba por el camino de tierra que llevaba a la barraca. Un par de faros potentes cortaron la niebla. No venían a traerme el periódico de mañana. Venían a asegurarse de que yo formara parte de la siguiente edición de las esquelas.
—Corre —susurró «El Mudo», empujándome hacia su barca—. Coge los huesos y corre. Cuéntalo. ¡Cuéntalo todo!
El todoterreno de Ricardo Soler se detuvo a cien metros. Dos figuras se bajaron. El pantano estaba a punto de reclamar otra víctima. Y yo, con una bolsa llena de huesos y una verdad demasiado pesada, no tenía dónde huir. Solo agua, niebla y la certeza de que el lodo, una vez que te atrapa, no te suelta jamás.
Si te ha gustado este relato de misterio, te fascinará el thriller de guerra y supervivencia que exploro en mi novela ‘La Firma del Cisne‘ y el resto de relatos disponibles.