Historia de suspense en sancti petri en Cádiz

Relato de suspense: Lo que la marea esconde

El levante soplaba con la furia de un dios antiguo y despechado. Azotaba la cara del inspector Valdivia con una mezcla de salitre y arena fina, un castigo que Cádiz imponía a los recién llegados para recordarles quién mandaba allí. Apoyado en la barandilla oxidada del espigón, con el cuello de la gabardina subido, observaba la silueta del Castillo de Sancti Petri. No era una fortaleza, era un colmillo de piedra arrancado a la mandíbula del océano, un lugar donde las leyendas pesaban más que los ladrillos.

Y ahora, también, una tumba.

—No le va a gustar lo que va a ver, inspector —dijo el agente Portillo, un joven con más entusiasmo que experiencia, mientras la barcaza de la Guardia Civil cabeceaba sobre las olas verdosas.

Valdivia se limitó a encender un cigarrillo, ahuecando las manos para proteger la llama del viento. El humo se deshizo al instante, un fantasma efímero. Llevaba solo seis meses en la Comisaría de Cádiz, un exilio autoimpuesto desde la jungla de asfalto de Madrid, y ya estaba hasta el cuello de la peculiar sordidez de la costa. Corrupción urbanística, redes de contrabando y, ahora, un cadáver en un monumento nacional.

El cuerpo de Alejandro Cifuentes yacía en la zona de la batería de San Genís, encajado entre las rocas resbaladizas que la marea baja acababa de descubrir. Vestía un caro traje de lino, ahora arrugado y empapado, ridículamente fuera de lugar. Tenía el pelo canoso pegado a la frente y una expresión de sorpresa congelada en el rostro. La causa de la muerte, sin embargo, no dejaba lugar a dudas. La parte posterior de su cráneo era una concavidad sanguinolenta.

—El golpe fue brutal —masculló el forense, agachado junto al cuerpo—. Con un objeto pesado y romo. Y por la rigidez y la temperatura, diría que ocurrió anoche, con la marea alta. El mar lo ha estado meciendo durante horas.

Valdivia asintió, sus ojos grises recorriendo la escena. No había arma. Solo rocas, algas y la inmensidad del Atlántico. Cifuentes no era un cualquiera. Era el historiador más reputado de la bahía, un purista obsesionado con el Templo de Hércules-Melkart que supuestamente se erigía allí. Y, más importante, era el principal opositor al proyecto «Marina Hércules», un complejo de lujo que el magnate Ricardo Morales planeaba construir en la costa, con el castillo como joya de la corona.

—¿Algún testigo? ¿Alguien vio su barca? —preguntó Valdivia, aunque ya sabía la respuesta.

—Nada. El guarda del puerto deportivo dice que Cifuentes zarpó solo al atardecer. Dijo que tenía una epifanía, que iba a encontrar «la clave». Sus palabras exactas —informó Portillo, leyendo su libreta.

«La clave». Valdivia odiaba las palabras grandilocuentes en las escenas del crimen. Hacían que todo pareciera el guion de una mala película.

La primera parada fue el despacho de Cifuentes, un caos ordenado de libros, mapas antiguos y legajos polvorientos en una finca señorial del casco antiguo. Y allí, esperándolos, estaba ella.

Clara Montes.

Era la ayudante del historiador. Valdivia había oído hablar de ella, la sombra joven y brillante del viejo erudito. Era alta, con una melena negra y ondulada que parecía absorber la luz y unos ojos del color del jade que lo estudiaron sin miedo. Llevaba un vestido sencillo de luto que no lograba ocultar la tensión de su cuerpo.

—Lo sé. Me ha llamado un periodista —dijo, con la voz firme pero quebradiza—. ¿Es cierto?

—Me temo que sí, señorita Montes. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Ayer por la tarde. Estaba… eufórico. Llevaba semanas estudiando unos textos fenicios. Creía haber localizado la posición exacta del altar de Melkart. Dijo que iba al castillo a confirmarlo. Se llevó el diario de su investigación.

Valdivia recorrió el despacho con la mirada. —¿Y dónde está ese diario?

Clara negó con la cabeza. —No lo sé. No está aquí. Él nunca se separaba de él.

Mientras Portillo tomaba declaración a la joven, Valdivia examinó los estantes. Algo no cuadraba. En un atril, abierto, descansaba un facsímil de un antiguo portulano. Había marcas a lápiz, cálculos, anotaciones febriles en los márgenes. Pero en el centro de la mesa, bajo una pila de cartas, asomaba la esquina de una carpeta azul. Era un borrador de un contrato. Un acuerdo de venta. Alejandro Cifuentes le estaba vendiendo a Ricardo Morales una parcela de terreno familiar, colindante con los terrenos del futuro resort. La fecha de la firma era para la semana siguiente.

El hombre que lideraba la cruzada contra el proyecto estaba, en secreto, haciendo negocios con su archienemigo.

La entrevista con Ricardo Morales fue en su ático con vistas a la Caleta, un espacio minimalista de cristal y acero que gritaba dinero y poder. Morales era un hombre hecho a sí mismo, con la piel curtida por el sol y el mar de sus yates, y unos ojos de tiburón que no parpadeaban.

—Una tragedia, inspector. Cifuentes era un obstáculo, sí, pero un hombre apasionado. Respetaba eso —dijo Morales, sirviéndose un whisky de malta sin ofrecerle uno a Valdivia.

—Tan apasionado que iba a venderle unos terrenos clave para la recalificación de su proyecto. Curiosa forma de oponerse.

Morales sonrió, una mueca gélida. —Todo hombre tiene un precio, inspector. Alejandro necesitaba liquidez para sus… excavaciones. Yo necesitaba esos terrenos. Un negocio justo. Su muerte, de hecho, me perjudica. retrasa todo.

—¿Dónde estaba usted anoche?

—En una cena benéfica en el Parador. Con doscientas personas que pueden confirmarlo. Salí de allí a la una de la madrugada. Mi chófer me llevó a casa.

Una coartada perfecta, como su traje de lino. Demasiado perfecta. Valdivia sentía el sabor amargo de la frustración en la boca del estómago. Sabía que Morales mentía, o al menos ocultaba algo, pero no tenía cómo demostrarlo.

Esa noche, el levante amainó. La luna llena plateaba las aguas de la bahía. Valdivia no podía dormir. La imagen de Cifuentes entre las rocas y la mirada indescifrable de Clara Montes se repetían en su mente. Cogió el coche y condujo hasta el puerto deportivo.

Allí, bajo la luz de una farola solitaria, un viejo pescador apodado «El Faraón» remendaba sus redes. Era uno de esos hombres que formaban parte del paisaje, con más arrugas que un mapa antiguo y ojos que lo habían visto todo.

—Buenas noches, Faraón —saludó Valdivia.

El viejo levantó la vista. —¿Busca respuestas, inspector? El mar no las regala.

—Solo busco lo que vio. Anoche.

El Faraón escupió en el suelo. —Vi al profesor. Salió con su barca como un loco, sí. Pero no iba solo.

El corazón de Valdivia dio un vuelco. —¿Cómo?

—Bueno, no en la misma barca. Media hora después de que él saliera, otra lancha zarpó. Rápida. Sin luces. Iba en la misma dirección. Hacia el castillo.

—¿Pudo ver quién la pilotaba?

El viejo negó. —Demasiado lejos. Demasiado oscuro. Pero era una lancha de las caras. De las que tiene la gente como ese buitre de Morales.

La pieza que faltaba. No era una visita solitaria. Era una cita.

A la mañana siguiente, Valdivia volvió a citar a Clara Montes, esta vez en la comisaría. La atmósfera aséptica de la sala de interrogatorios contrastaba con su elegancia natural.

—Señorita Montes, anoche me dijo que Cifuentes fue solo al castillo. Pero ahora sé que alguien lo siguió.

Los ojos de jade de Clara se entornaron. Por primera vez, Valdivia vio una fisura en su compostura.

—No sé nada de eso.

—No me mienta, Clara. Su relación con Cifuentes… no era solo profesional, ¿verdad?

Ella bajó la mirada. —Lo amaba. A pesar de la diferencia de edad. Él iba a dejar a su mujer.

—¿Y Ricardo Morales? ¿Lo conoce?

—Es un monstruo. Quería destruir todo lo que Alejandro amaba.

—Pero Alejandro iba a venderle unos terrenos. ¿Lo sabía?

Clara palideció. —No… no es posible. Él jamás haría eso.

Valdivia se inclinó sobre la mesa. Su voz fue apenas un susurro. —La carpeta estaba en su despacho. Un contrato. A menos que… no fuera él quien negociaba. A menos que alguien estuviera mediando por él. Alguien de su máxima confianza. Alguien que quizá tenía una relación… no solo con Cifuentes.

El rostro de Clara se descompuso. La máscara de dolor se resquebrajó, revelando pánico puro.

—Usted no entiende nada.

—Oh, creo que empiezo a entenderlo todo. Cifuentes descubre algo en el castillo, algo que detendría el proyecto de Morales para siempre. La «clave». Llama a Morales para decírselo, para restregárselo por la cara. Y Morales, o alguien a sus órdenes, concierta una cita allí, con el pretexto de negociar. Pero el verdadero plan es recuperar lo que Cifuentes ha encontrado. Y silenciarlo.

Salió de la sala y le hizo una seña a Portillo. —Busca en las cuentas de Clara Montes. Busca transferencias, pagos. Y pide a la Guardia Civil que registre el yate de Morales. Que levanten hasta la última tabla de la cubierta.

La espera fue un suplicio. Valdivia fumó un cigarrillo tras otro, observando el lento desfilar de las nubes sobre el edificio de la Aduana. A mediodía, sonó el teléfono. Era Portillo, con la voz cargada de excitación.

—Bingo, inspector. Hemos encontrado un ingreso de cien mil euros en una cuenta a nombre de la señorita Montes. El ordenante es una sociedad pantalla con sede en Gibraltar. Una de las empresas de Morales. Y hay más. La Guardia Civil ha encontrado esto en el yate de Morales, escondido en un compartimento bajo el puente.

Portillo le envió una foto al móvil. Era una libreta de cuero, manchada de agua salada y con una esquina oscurecida por lo que parecía sangre seca. El diario de Alejandro Cifuentes.

La confrontación final tuvo lugar de nuevo en el castillo. Valdivia había citado a Clara allí, con la excusa de reconstruir los hechos. Morales también estaba presente, flanqueado por su abogado, con una expresión de indignación impostada.

El sol de la tarde teñía de oro las viejas piedras. El mar estaba en calma, un espejo azul que lamía los cimientos de la fortaleza.

—El diario de Cifuentes apareció, Clara —dijo Valdivia, su voz resonando en el patio de armas—. Y es fascinante. No solo detalla su descubrimiento, la ubicación exacta de un santuario fenicio intacto bajo la fortaleza, un hallazgo que convertiría este lugar en patrimonio intocable. También detalla sus sospechas.

Se volvió hacia Morales. —Sospechaba que Clara le estaba pasando información a usted.

—Eso es absurdo —graznó Morales.

—No tanto. Porque en el diario, Cifuentes escribió que iba a fingir venderle los terrenos para tenderle una trampa. Quería grabarlo intentando sobornarlo para que ocultara su hallazgo. Pero el plan salió mal. Porque Clara le avisó, ¿verdad? Le contó el plan de Cifuentes. Y usted decidió cambiar las reglas del juego.

Los ojos de Valdivia se clavaron de nuevo en Clara. —Usted fue la que lo citó aquí esa noche, en nombre de Morales. Alejandro confiaba en usted. Cuando llegó, se dio cuenta del engaño. Y entonces…

—Fue Morales —sollozó Clara, señalando al magnate—. Él estaba allí. Discutieron. Alejandro iba a llamar a la policía. Ricardo cogió… cogió una piedra y…

—¡Mentirosa! —rugió Morales—. ¡Yo estaba en esa cena!

—Sí, lo estaba —confirmó Valdivia con calma—. Se fue a la una. El forense determinó que la muerte ocurrió entre las diez y las once de la noche. Su coartada es sólida. Pero la de Clara no. Ella le dijo a Portillo que estuvo toda la noche en casa, sola, destrozada. Pero no es verdad.

Valdivia sacó una pequeña bolsa de pruebas de su bolsillo. Contenía un pendiente de jade.

—Lo encontramos encajado en la sentina de la lancha de Cifuentes, Clara. Se le debió de caer durante el forcejeo. Usted no era la amante despechada. Usted era la socia de Morales. Le pasaba información a cambio de dinero. Cifuentes lo descubrió todo. El hallazgo del santuario y su traición. Esa noche, en el castillo, él se lo dijo. Le dijo que iba a pudrirse en la cárcel. Y usted entró en pánico.

El llanto de Clara se convirtió en un gemido ahogado.

—Él me iba a destruir… Lo había dado todo por él, y me trató como a una traidora… Ricardo me prometió que me protegería…

—Morales no promete, Clara. Utiliza y descarta. Usted lo mató, cogió el diario y se lo entregó a Morales para que lo escondiera, pensando que eso la salvaría.

El silencio que siguió fue más pesado que las murallas del castillo. Solo se oía el murmullo de las olas, indiferentes, eternas. Clara Montes, la brillante y enigmática musa, se derrumbó, su confesión ahogada en un torrente de lágrimas y autoengaño. Morales no dijo nada, pero la mueca de sus labios era de pura victoria. Sin el testimonio de Clara, sin una prueba que lo situara en la lancha, el dinero era solo una transacción comercial. Saldría libre.

Mientras los agentes se llevaban a Clara, Valdivia se quedó solo, mirando el horizonte. Había resuelto el crimen, pero la justicia se sentía hueca, incompleta. El mal más profundo, el de la codicia fría y calculadora, se había escabullido de nuevo.

El castillo guardaba ahora un secreto más. La sangre de un hombre apasionado, la traición de una mujer desesperada y la verdad que, como el legendario templo de Hércules, permanecería enterrada bajo toneladas de piedra y ambición. El viento volvió a levantarse, y Valdivia sintió en la cara el sabor amargo de la sal y la derrota, lo único que la marea, en su eterno vaivén, nunca conseguía limpiar del todo.

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