La Sombra del Mármol
La lluvia llevaba tres días lavándole la cara a Madrid sin conseguir limpiarle la conciencia. Caía con la tenacidad de un acreedor, golpeando el cristal de mi despacho en la calle Desengaño, un nombre que había pasado de ser una broma del destino a una declaración de principios. El neón del «Bar Metropolitano» parpadeaba al otro lado de la calle, tiñendo las gotas de un rojo sanguinolento que me recordaba demasiado al caso que me sacó del Cuerpo. Dentro, el aire olía a tabaco rancio, a whisky barato y a oportunidades perdidas. Mi ecosistema.
El timbre de la puerta sonó con la estridencia de una alarma antiincendios en un tanatorio. Un sonido casi profano en la quietud de mi exilio. Me incorporé con la pereza de un animal viejo y abrí.
La mujer que entró no caminaba, se deslizaba. Traía consigo el perfume de las orquídeas y el frío de una cámara acorazada. Su abrigo de cachemir color hueso costaba más que mi vida, y las perlas de su cuello brillaban con una luz propia, casi insultante en la penumbra de mi oficina. Se llamaba Elena de Alvear, y su rostro, famoso por las páginas de sociedad, era una obra maestra de la contención.
—Señor Vargas, me han hablado de usted.
Su voz era como el tintineo de cubitos de hielo en un vaso de cristal tallado. Fría, nítida, cara.
—No crea todo lo que oiga —respondí, dándole una calada al cigarrillo. El humo danzó entre nosotros como un velo—. Lo bueno es mentira y lo malo se queda corto.
Ignoró mi cordialidad de lija y se sentó sin que la invitara, cruzando unas piernas que parecían diseñadas por un ingeniero de la NASA. Dejó un maletín de piel de cocodrilo sobre mi mesa, junto a una pila de facturas que ya habían adquirido la categoría de reliquias.
—Dicen que encuentra cosas que no quieren ser encontradas. Y a gente que ha puesto mucho empeño en perderse.
—A veces. Y a veces, esas cosas que encuentro es mejor que hubieran seguido perdidas. Créame. —Fijé mis ojos en los suyos, un azul tan claro y profundo como un lago glaciar—. ¿Qué ha perdido, señora de Alvear?
—A mi marido. Ricardo de Alvear.
El nombre no resonó en la habitación, la electrificó. Ricardo de Alvear. El arquitecto. El Midas del urbanismo madrileño, el hombre que estaba redibujando el perfil de la ciudad con rascacielos que parecían agujas clavadas en el lomo de un dios indiferente. Un tipo que sonreía desde las portadas de las revistas con la seguridad de quien sabe que el mundo es solo una maqueta sobre su mesa de diseño.
—La policía ya está en ello, supongo. Desaparición de alto perfil. Estarán volcados.
—La policía —dijo con un matiz de desdén— busca a un hombre que ha sufrido una crisis nerviosa, que ha huido con una amante a las Maldivas o que está meditando en un monasterio tibetano. Buscan la explicación cómoda. Yo necesito saber la verdad. Hay mucho en juego. Proyectos, inversores, la reputación de la firma…
Mentía. Lo supe en el instante en que sus dedos, perfectamente manicurados, se crisparon sobre el cierre de su bolso. Era una tensión casi imperceptible, el aleteo de un colibrí atrapado. No le preocupaba la firma. O no solo eso. Había miedo en su postura, un miedo helado y bien disimulado.
—Mi tarifa es alta. Muy alta. Y cobro los gastos por adelantado. Es una forma de asegurarme de que el cliente no se arrepienta a mitad de camino, cuando la verdad empiece a enseñar los dientes.
Abrió el maletín. Dentro, una cama de billetes de cincuenta. Suficiente para ahogar mis deudas y comprarme una botella de whisky de más de diez euros.
—Considérelo un anticipo —dijo, cerrándolo con un chasquido seco—. Ricardo desapareció hace tres días. Salió de su estudio, en la última planta de la Torre de Mármol, y se desvaneció. Su coche sigue en el aparcamiento. Su cartera y su teléfono están sobre su mesa. Simplemente… se esfumó.
La Torre de Mármol. La obra cumbre de Alvear. Un coloso blanco y aséptico que se clavaba en el cielo gris de la capital. Un edificio tan perfecto y pulcro que parecía estéril. Un mausoleo para un hombre aún vivo.
Mi primera parada fue esa. El estudio de Alvear era un santuario del minimalismo. Ocupaba toda la planta 42. Vistas de 360 grados sobre una ciudad que parecía un juguete a sus pies. Todo era blanco, cristal y acero. El orden era tan obsesivo que resultaba violento. Un escenario perfectamente preparado para una ausencia.
El inspector Morales me esperaba allí, apoyado en el gigantesco escritorio de diseño. Había engordado y su traje le quedaba pequeño, delatando una ambición que crecía más rápido que su sueldo. Fue mi novato en Homicidios. Ahora era él quien llevaba la placa brillante.
—Javier. Sigues teniendo el mismo aspecto de haber dormido en un cenicero —me saludó, con esa falsa camaradería que tanto odiaba.
—Y tú sigues oliendo a ambición barata, Morales. ¿Qué tenéis?
—Nada. Cero. Niente. Ni una huella fuera de lugar, ni una nota, ni una llamada extraña. El personal de seguridad no vio nada raro. Las cámaras no registraron su salida. Es como si se hubiera desintegrado. Un puto mago.
—No creo en la magia, Morales. Solo en los buenos ilusionistas y en los malos policías.
Mientras Morales me recitaba la versión oficial, mis ojos rastrillaban el lugar. Y entonces lo vi. En una inmensa estantería de pared, repleta de libros de arquitectura y diseño, todos impolutos y alineados con precisión milimétrica, había uno, solo uno, cuyo lomo de cuero rojo estaba ligeramente desgastado en un punto. El laberinto de la soledad, de Octavio Paz. Un libro de ensayo en mitad de un templo de la imagen. Lo saqué. El libro en sí no ocultaba nada, pero al deslizarlo, mis dedos notaron una irregularidad en el estante. Una fina ranura casi invisible. Presioné. Un pequeño compartimento secreto se abrió con un siseo. Dentro, una única llave. No era de una puerta, ni de un coche. Era una llave de consigna. Vieja, de latón, con un número grabado: 303. Y una letra: A.
Me guardé la llave en el bolsillo sin que Morales se percatara. Salí de allí con el sabor del metal en la boca y una certeza: Ricardo de Alvear no se había esfumado. Había preparado una vía de escape. O alguien le había preparado una trampa.
La «A» me llevó a la Estación de Atocha. La consigna 303 estaba en la zona antigua, en un pasillo oscuro y húmedo que olía a desinfectante y a prisas. El corazón me latía con la fuerza de un martillo neumático mientras introducía la llave. El metal giró con un quejido agónico. Dentro no había dinero, ni un pasaporte falso. Había un iPad antiguo y un quemador, un teléfono móvil de prepago.
Encendí el iPad. La pantalla se iluminó con una única carpeta protegida por contraseña. La pregunta de seguridad era: ¿Cuál es el nombre del Minotauro?
Probé de todo. Nombres de empresas rivales, de políticos, de amantes rumoreadas. Nada. Me senté en un banco mugriento, frustrado. El Minotauro. El monstruo en el centro del laberinto. Alvear era el arquitecto, el nuevo Dédalo. ¿A quién había encerrado en el centro de su imperio? ¿O quién le había encerrado a él?
Entonces recordé el otro socio. Víctor Salgado. El hombre de los números. El tipo discreto que nunca salía en las fotos. Busqué su nombre. Su segundo apellido era «Toro». No podía ser tan simple. Lo tecleé: TORO. Acceso concedido. Se me heló la sangre.
La carpeta contenía un proyecto secreto llamado «Operación Laberinto». No era un proyecto arquitectónico. Era el plano de la corrupción de Madrid. Una contabilidad B detallada de sobornos, recalificaciones ilegales y chantajes. Nombres de concejales, jueces y policías. Cantidades astronómicas. La Torre de Mármol y el resto de sus edificios no estaban construidos sobre acero, sino sobre los cimientos podridos de la extorsión. Y el último apunte, junto a una transferencia de medio millón de euros a una cuenta en las Caimán, llevaba una anotación: «Pago final a Morales. Cierre del círculo».
Mi antiguo subordinado no estaba investigando una desaparición. Estaba encubriendo un imperio criminal del que formaba parte.
El teléfono de prepago vibró en mi mano. Un número oculto. Dudé un instante. Si respondía, entraría definitivamente en el laberinto. Si no lo hacía, volvería a mi despacho, a mi whisky y a mi irrelevancia. Pero la imagen de Elena de Alvear, con su miedo perfectamente enmascarado, volvió a mi mente. Ella no temía que su marido estuviera muerto. Temía que estuviera vivo y dispuesto a hablar.
Descolgué.
—¿Vargas? —La voz al otro lado era la de una mujer. Joven, asustada, pero con un deje de acero.
—Depende de quién pregunte.
—Soy Beatriz. Era la asistente de Ricardo. Soy Dédalo. Él me pidió que contactara con usted si algo le pasaba. Dejó su nombre en una nota. Dijo que era el único policía honesto que conoció. Un tal «Sombra».
—¿Dónde está Alvear?
—Muerto. Lo mataron esa noche, en su despacho. Lo sé. Yo estaba en la oficina de al lado, trabajando hasta tarde. Oí gritos. Miré por la persiana veneciana. Vi a Víctor Salgado y a otro hombre, uno grande. Lo golpearon. Después lo sacaron de allí envuelto en una lona de las obras.
—¿Por qué no fue a la policía?
—¿A la policía de Morales? Salgado lo amenazó. Dijo que Ricardo había dejado pruebas que me incriminaban a mí también. Me obligó a limpiar la escena del crimen. A borrar las cintas de seguridad de esa hora. Tengo miedo, Vargas. Salgado cree que sé dónde están las pruebas originales. Me está vigilando.
—¿Qué pruebas? ¿El iPad?
—No. Algo más. Un libro de contabilidad físico. El original. Ricardo lo llamaba «El Libro de Mármol». Ahí está todo, desde el principio. Dijo que lo había escondido en el corazón de su primera gran obra.
Colgó antes de que pudiera preguntar más.
«El corazón de su primera gran obra». El Edificio Cénit. Un bloque de oficinas que fue su primer éxito. Fui para allá. El edificio era más modesto que sus últimas creaciones, pero ya mostraba su estilo. Entré haciéndome pasar por un inspector de urbanismo. El corazón del edificio… el cuarto de cimentaciones, la sala de máquinas. Busqué durante horas. Nada.
Me senté en el vestíbulo, derrotado. Miré la placa de mármol que conmemoraba la inauguración. «Ricardo Alvear. Arquitecto. A mi padre, que me enseñó a construir sobre cimientos sólidos». Y la fecha.
La fecha. Me fui a la hemeroteca. Busqué noticias sobre el padre de Alvear. Había muerto un año antes de la inauguración del edificio. Un ataque al corazón. Pero encontré algo más. Era dueño de una pequeña empresa de mármol. Mármoles Alvear. Estaba enterrado en el cementerio de La Almudena.
Corrí hacia allí. La noche estaba cayendo. Encontré la tumba, un panteón familiar ostentoso, de mármol blanco, por supuesto. El nombre del padre estaba grabado en la lápida. Busqué una junta, una fisura. Detrás de una placa de bronce con un epitafio, había un hueco. Y dentro, envuelto en plástico impermeable, un libro de contabilidad de tapas duras. «El Libro de Mármol».
Lo abrí bajo la luz de mi móvil. Era peor de lo que imaginaba. La corrupción llegaba hasta el ministerio. Pero en la última página, había algo que no estaba en el iPad. Una serie de transferencias a una cuenta a nombre de E.A. Cientos de miles de euros. Mensuales. El concepto: «Silencio».
E.A. Elena de Alvear.
Ella no era solo la esposa florero. Era parte del negocio. Y el negocio se había torcido.
Mi móvil sonó. Era Morales.
—Sombra, tenemos que hablar. Sé que tienes algo. Te estás metiendo en un sitio muy oscuro. Te ofrezco una salida. Entrégame lo que hayas encontrado y te garantizo que podrás volver a tu agujero sin que nadie te moleste.
—¿Y qué pasa con Salgado? —pregunté.
—Salgado es un problema que se solucionará solo. Tú solo entrégame el libro. Te espero en una hora. En el matadero. Un lugar discreto.
Colgué. Era una trampa. Me querían a mí y al libro en el mismo sitio para hacer un dos por uno.
Llamé a Beatriz.
—Necesito tu ayuda. ¿Sabes de algún sitio donde Salgado no espere que vaya? Un punto débil.
—Hay una casa de campo a las afueras. La que tenían los padres de Ricardo. Él la odiaba, pero Elena la adoraba. A veces se escapaba allí sola.
Era una corazonada estúpida, pero era lo único que tenía. Conduje como un loco, mirando por el retrovisor a cada instante. La casa era una finca elegante en la sierra. Todas las luces estaban apagadas, excepto una, en el piso de arriba.
Entré forzando una ventana. La casa estaba en silencio. Subí las escaleras, con el corazón en la garganta y la pistola en la mano, un viejo revólver que no había usado en años. La luz venía del dormitorio principal. La puerta estaba entreabierta.
Dentro, Elena de Alvear estaba sentada frente a un tocador, de espaldas a mí. Pero no estaba sola. A su lado, de pie y apuntándole a la cabeza con una pistola con silenciador, estaba Beatriz. La asistente asustada.
—Sabía que vendrías —dijo Beatriz, sin mirarme, con una voz que ya no tenía miedo, solo hielo—. Eres predecible, Sombra. Como todos los hombres que se creen caballeros.
—Beatriz… ¿qué haces? —logré decir.
—Justicia. —Se giró hacia mí. Su cara era una máscara de odio—. Ricardo no era un genio. Era un monstruo. Robó los diseños de mi padre, su socio original. Lo arruinó y lo empujó al suicidio. Y esta mujer —dijo, apretando el cañón contra la sien de Elena— fue su cómplice. Ella lo sedujo, le sacó los secretos y luego lo abandonó. Salgado y Morales eran solo perros. Los verdaderos monstruos eran ellos. El Minotauro no era un hombre. Era una pareja.
—¿Y tú eres Dédalo? —pregunté, intentando ganar tiempo.
—Yo soy Ariadna. La que da el hilo para salir del laberinto. O para ahorcar al monstruo. Te usé para encontrar el libro. Ricardo me dijo que te buscara, sí, pero no para hacer justicia. Para implicarte y usarte como señuelo. Pero yo tengo mis propios planes.
En ese momento, Elena me miró a través del espejo. Y por primera vez, vi el terror puro en sus ojos. No era una asesina a sangre fría. Era una superviviente que se había aliado con el diablo equivocado.
—Tú tienes el libro, Sombra. Dámelo y ella vive —ordenó Beatriz—. Juntos podemos hundirlos a todos. A Morales, a Salgado… a todo el sistema.
—Y luego, ¿qué? ¿Nos vamos de cañas? —repliqué, levantando lentamente mi arma.
Afuera, el sonido de coches acercándose. Morales o Salgado. O ambos. El laberinto se estaba cerrando, y estábamos los tres en el centro. La víctima, la vengadora y el tonto que había caído en la trampa. No había salida fácil. Solo una elección imposible en la penumbra de una habitación que olía a perfume caro y a muerte inminente.
Si te ha gustado esta historia de suspense, te fascinará el thriller de guerra y supervivencia que exploro en mi novela ‘La Firma del Cisne‘ y el resto de relatos disponibles.