Relato de Misterio: Lo que el Bosque Esconde
Prólogo
El frío era una cuchilla. No el frío urbano de Madrid que calaba los huesos con humedad, sino un frío antiguo, mineral, que emanaba de la propia roca caliza de la sierra. El sargento primero de la Guardia Civil, Manuel Rico, exhaló, y su aliento fue una nube blanca que se disolvió en la bruma matinal. Llevaba treinta años en el puesto de Arroyofrío y creía haberlo visto todo. Se equivocaba.
El lugar se conocía como la Cerrada del Pintor, un cañón estrecho y profundo labrado por el río Borosa durante milenios. Era un santuario de silencio, roto solo por el murmullo del agua y el grito lejano de algún ave rapaz. Hoy, el silencio era diferente. Estaba cargado de profanación.
El cuerpo flotaba boca abajo en una poza de aguas turquesas, tan quietas que parecían un cristal de obsidiana. Sus brazos extendidos, como si en su último momento hubiera intentado abrazar el agua que lo reclamaba. Llevaba un traje caro, ahora hinchado y grotesco. Pero no era eso lo que helaba la sangre del sargento Rico. Era la perfecta y macabra coreografía. Una docena de plumas de buitre leonado habían sido clavadas en la espalda de la chaqueta, formando unas alas crueles y oscuras.
Rico tragó saliva, el sabor metálico del miedo en su garganta. Conocía a todos en aquel valle. Conocía sus rencillas, sus deudas y sus amores prohibidos. Sabía quién era el hombre en el agua incluso antes de que los agentes del GREIM le dieran la vuelta.
Alfonso Garrido. El dueño de la sierra. El rey sin corona de Cazorla. El hombre que poseía la tierra, el agua y, muchos decían, también las almas de sus gentes. Y alguien lo había convertido en un ángel caído en el corazón de su propio reino.
Mientras el sargento daba la orden de acordonar la zona, levantó la vista. En lo alto de los riscos, recortadas contra el cielo pálido, varias siluetas esperaban. Los buitres. Pacientes, eternos. Como si supieran que, en Cazorla, la tierra siempre acaba reclamando lo que es suyo.
Capítulo 1
La inspectora del Cuerpo Nacional de Policía, Sara Robles, odiaba conducir por carreteras de montaña. Cada curva ciega era una emboscada en potencia, un recordatorio de que había lugares donde el asfalto era solo una sugerencia y la naturaleza imponía sus propias reglas. El paisaje que se desplegaba ante ella era de una belleza brutal y sobrecogedora. Los olivares, tan característicos de Jaén, daban paso a bosques densos de pino laricio que trepaban por laderas imposibles hasta coronarse en picos de roca desnuda. Era la Sierra de Cazorla, y se sentía como entrar en otro tiempo.
A sus treinta y ocho años, Sara era una de las mejores interrogadoras de la UDEV Central en Madrid. Podía leer las microexpresiones en el rostro de un mentiroso como un músico lee una partitura. Pero el caso del Juez Larraya la había roto. No por el fracaso en sí, sino por el coste personal. Una foto suya, sacada de contexto y filtrada a la prensa, la había convertido en el chivo expiatorio. «Exceso de celo», lo llamaron sus superiores. «Un descanso necesario». Este caso, el asesinato de un cacique rural en medio de la nada, era su exilio. Una prueba para ver si seguía siendo útil o si era ya un juguete roto.
A la entrada del pueblo de Arroyofrío, una estampa de casas blancas y tejas rojizas, la esperaba el coche de la Guardia Civil. El sargento Rico era un hombretón curtido, de rostro arado por el sol y una mirada que no concedía nada. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, evaluando su traje de chaqueta, sus zapatos de ciudad, su rostro tenso.
—Inspectora Robles —dijo, su voz grave como la piedra—. Soy el sargento Rico. Vaya follón nos ha caído. —Sargento. Lléveme a la escena. Quiero ver el cuerpo antes de que lo trasladen. —El cuerpo ya no está en la Cerrada. Lo hemos llevado a la cámara frigorífica de la cooperativa. No tenemos instalaciones forenses aquí. El juez ha autorizado el levantamiento. Era… Alfonso Garrido. El nombre no le decía nada a Sara, pero el tono del sargento lo decía todo. Era un nombre que pesaba. —¿Enemigos? —preguntó Sara, subiendo a su propio coche para seguirle. Rico soltó una risa seca, sin alegría. —Inspectora, Alfonso Garrido no tenía enemigos. Tenía súbditos y rivales. Y aquí, en la sierra, a veces es difícil distinguir unos de otros.
Capítulo 2
El cortijo de los Garrido, «La Atalaya», hacía honor a su nombre. Se erigía en una colina desde la que se dominaba un valle entero, una fortaleza de piedra y madera nobles rodeada por un mar de olivos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Era una demostración de poder tan sutil como un puñetazo en la cara.
La viuda, Isabel, los recibió en un salón que parecía sacado de una revista de decoración rústica de lujo. Era una mujer de elegancia gélida, con un dolor tan perfectamente contenido que resultaba artificial. —Mi marido era un hombre bueno, inspectora. Un hombre de orden. Amaba esta tierra más que a su propia vida. —Y a veces la tierra exige sacrificios, ¿no es así? —murmuró Sara, observando un enorme cuadro que representaba a un joven Alfonso Garrido a caballo, con la sierra a sus espaldas como si fuera una extensión de su voluntad. Isabel clavó en ella unos ojos fríos. —No sé a qué se refiere.
A su lado estaba el hijo mayor, Mateo. Treinta y tantos, vestido con ropa de campo de marca y la arrogancia de quien se sabe heredero. —Mi padre tenía negocios. Acuerdos. A veces la gente no entiende cómo funcionan las cosas aquí —dijo, con un deje de impaciencia—. Seguramente ha sido algún furtivo, algún desgraciado al que pilló en sus tierras. —A los furtivos no se les da caza con una escenografía de plumas de buitre, señor Garrido —replicó Sara, sin apartar la vista de él—. ¿Tenía alguna disputa abierta? ¿Tierras? ¿Agua? Mateo tensó la mandíbula. —La familia Morales. Siempre los Morales. Son como las malas hierbas. Llevamos generaciones con ellos a vueltas por los derechos del arroyo que baja de la Cuerda. Pero son perros ladradores, nada más.
La entrevista fue un callejón sin salida. Respuestas ensayadas, miradas evasivas. El dolor de la viuda era una coraza. La rabia del hijo, una distracción. Sara sentía que estaba interrogando a los portavoces de una corporación, no a una familia en duelo.
Mientras salía, se cruzó con un joven que llegaba en una furgoneta destartalada, manchada de barro y pintura. Llevaba el pelo largo y la misma mandíbula testaruda que el hombre del cuadro. La miró con una intensidad desafiante. —Tú debes de ser la policía de Madrid —dijo, con más desdén que curiosidad. —Y usted debe de ser Lucas Garrido. El hijo pródigo. Lucas sonrió, una sonrisa torcida y amarga. —Pródigo no. Libre. Hay una diferencia. —Su padre ha sido asesinado. —Lo sé. Las malas noticias vuelan rápido en este valle. Sobre todo si son buenas noticias para algunos. —¿Y para usted? ¿Son buenas noticias? Lucas la sostuvo la mirada un segundo más, un universo de conflicto en sus ojos. —Para mí, es solo una noticia. Hacía cinco años que no hablaba con él. Pregúntele a mi hermano Mateo. Él sí que tenía prisa por sentarse en el trono.
Lucas se alejó, dejándola con más preguntas que respuestas. El heredero impaciente. La viuda impasible. El hijo rebelde. Y los rivales históricos. Era un menú de sospechosos de manual. Demasiado perfecto.
Capítulo 3
Esa tarde, Sara se reunió de nuevo con el sargento Rico en el pequeño y abarrotado cuartel de la Guardia Civil. El informe preliminar del forense improvisado (el veterinario del pueblo) era escueto: muerte por ahogamiento, sin signos de lucha evidentes, lo que sugería que pudo ser drogado o golpeado primero. Y las plumas… las plumas habían sido insertadas post mortem. Era un mensaje.
—Lucas tiene razón en una cosa —dijo Rico, señalando un mapa topográfico de la zona que cubría toda una pared—. Mateo Garrido tiene prisa. Quiere modernizar la almazara, construir un complejo de turismo rural de lujo en pleno parque natural. Alfonso era de la vieja escuela. Proteger la tierra, explotarla con respeto. Mateo solo ve billetes. —Un móvil clásico. ¿Y los Morales? Rico señaló una finca colindante a la de los Garrido en el mapa. —La Finca «La Umbria». Los Morales dicen que los Garrido les robaron el acceso principal al agua hace un siglo, con un engaño legal. Desde entonces, cada sequía es una batalla. Oldán Morales, el patriarca, es más duro que un peñasco. Odiaba a Alfonso. —El odio no siempre es suficiente para matar, sargento. —Aquí sí, inspectora. Aquí el odio se hereda, como la tierra. Se riega y se cuida hasta que da sus frutos. Y a veces, sus frutos son amargos.
Sara sentía que se ahogaba en la red de relaciones del valle. Necesitaba una perspectiva externa, un hilo del que tirar que no estuviera ya en manos de los Garrido o los Morales. —¿Hay algún historiador local? ¿Alguien que conozca las viejas historias, las leyendas? Esa puesta en escena es demasiado simbólica para ser casual. Rico meditó un segundo. —Está Elvira. La maestra jubilada. Vive en una casita junto al río. Sabe más de este valle que el propio musgo de los árboles. Pero es… particular.
Capítulo 4
La casa de Elvira era un refugio de libros, plantas y olor a leña. La mujer, de unos setenta años y ojos vivaces como los de un pájaro, la recibió con una taza de té de hierbas. —Así que usted es la que ha venido a remover el avispero —dijo Elvira, sin preámbulos. —Solo busco la verdad, señora. Las plumas de buitre… ¿significan algo en el folclore local? Elvira sonrió, una sonrisa sabia y un poco triste. —El buitre es un limpiador, inspectora. Un purificador. Se lleva lo muerto para dejar paso a lo vivo. En las viejas creencias, era el que transportaba el alma del difunto al más allá. Pero solo si el alma era digna. Si no, la devoraba. Era un juez. Sara sintió un escalofrío. —Entonces, el asesino se considera un juez. —O un ejecutor de una sentencia ya dictada —corrigió Elvira. Se levantó y rebuscó en una estantería polvorienta. Sacó un viejo libro encuadernado en cuero—. Las leyendas de la sierra no hablan solo de tesoros moros y bandoleros. Hablan de pactos. Pactos con la tierra. Abrió el libro por una página amarillenta. Era un texto manuscrito. —Hay una historia. «La Deuda del Cazador». Cuenta que el primer Garrido que llegó a estas tierras, allá por el siglo XIX, no compró el valle. Lo ganó en una apuesta a un solo disparo contra el último gran terrateniente de la zona. Se apostaron todo. La tierra, el agua, el ganado. El Garrido ganó, pero se dijo que hizo trampas. Que su bala era de plata y estaba bendecida por una bruja. —Una leyenda, nada más. —Las leyendas son la memoria del pueblo, inspectora. La historia que no se escribe en los libros oficiales. Se dice que el perdedor, antes de marcharse para siempre, maldijo a los Garrido. Dijo que la sierra les había dado la riqueza, pero que un día, cuando la codicia de uno de sus descendientes amenazara con romper el equilibrio, un guardián del bosque vendría a cobrar la deuda. Y la cobraría con sangre, devolviendo el alma del traidor a la tierra. —¿Y quién es ese guardián? Elvira la miró fijamente. —No es una persona, inspectora. Es el propio bosque. El espíritu de la sierra. El asesino, quienquiera que sea, conoce esta historia. No está matando a un hombre. Está cumpliendo una profecía.
Sara salió de la casa de la maestra con la cabeza zumbando. La lógica policial chocaba frontalmente con el misticismo de aquel lugar. ¿Un asesino que se creía el avatar de un espíritu del bosque? Era demencial. Y, sin embargo, encajaba en la extraña y ritualista puesta en escena.
Esa noche, en la solitaria habitación del pequeño hotel rural donde se alojaba, Sara extendió sobre la mesa todos los documentos del caso. Fotos de la escena, declaraciones, el mapa de Rico, sus propias notas. Trató de encontrar un patrón, una fisura en el muro de silencio y leyendas.
Estaba a punto de darse por vencida cuando su teléfono vibró. Un número oculto. Dudó, pero contestó. Solo se oyó una respiración al otro lado, y luego una voz distorsionada, como pasada por un filtro digital. —No es la tierra —susurró la voz—. Nunca fue la tierra. Sara se puso en pie de un salto, su corazón martilleando contra sus costillas. —¿Quién es? ¿De qué habla? La voz soltó una especie de risa ahogada. —Busque en el agua, inspectora. Siga el rastro del agua. El oro de los Garrido no es el aceite. Es el agua que roban.
Y la llamada se cortó.
Sara se quedó inmóvil en medio de la habitación. El silencio de la noche en Cazorla ya no era pacífico. Era amenazante. La leyenda, los sospechosos, las rivalidades… todo podía ser una elaborada cortina de humo.
«Siga el rastro del agua».
La frase resonaba en su mente. Era una pista. Y una advertencia. El asesino estaba jugando con ella. Y ella acababa de darse cuenta de que no estaba cazando a un simple homicida. Estaba persiguiendo a una sombra que conocía cada rincón de aquel bosque, cada secreto de aquel valle. Una sombra que la estaba observando. Y que volvería a matar.
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