Cosecha de olivos por drones - Relato de ciencia ficción y suspense

Cosecha Silenciosa: Un Relato de Ciencia Ficción y Suspense

El mar de olivos de Jaén no conoce la prisa. Ha visto pasar a los romanos, a los árabes, a generaciones de mi familia. Pero yo lo observaba desde el cielo, a través de los ojos de un dios de fibra de carbono y silicio al que llamaba Halcón-1. Mi dron no veía historia, solo datos. Y los datos estaban equivocados.

Mi familia me había llamado de vuelta a casa, a nuestra cooperativa que se desangraba bajo la sombra de un gigante: Oleum Tech. Llegaron hace dos años, prometiendo el oro líquido del futuro. Y lo cumplieron. Sus fincas producían un aceite de una pureza insultante, casi antinatural. Los viejos del pueblo hablaban de un pacto con el diablo. Yo, con mi título de ingeniería agrónoma, me reía. Hasta que vi los datos.

Fue en el Lomo del Diablo, una lengua de tierra con árboles más viejos que la propia España. El último reducto que se negaba a vender. El Halcón-1 dibujó en mi pantalla una imagen imposible. Las aceitunas de los árboles de Eustaquio, el dueño, eran perfectas. Joyas negras y densas. Pero el mapa de salud radicular era un grito silencioso. Bajo tierra, las raíces se estaban convirtiendo en ceniza. Era un esplendor necrótico. Una belleza que se alimentaba de la muerte.

Esa noche, la señal del dron parpadeó. Un eco fantasma en la frecuencia. Otro dron, uno sigiloso, nos observaba desde la oscuridad de la estratosfera. Sentí un frío que no era del aire acondicionado de la furgoneta. Apagué el enlace satelital. Estaba sola, pero ya no me sentía así.

La muestra de tierra que recogí al amparo de la noche confirmó mi paranoia. No era una plaga. Eran máquinas. Nanitos auto-replicantes tejiendo una red sintética entre las raíces, forzando al árbol a dar un fruto perfecto mientras lo devoraban desde dentro. Oleum Tech no cultivaba olivos. Los minaba.

Dos días después, el tractor del viejo Eustaquio apareció volcado en una zanja. «Un accidente», dijeron. Era el tercer agricultor que se negaba a vender y sufría un golpe de «mala suerte». Visité el lugar. Entre la tierra removida, un destello metálico llamó mi atención. Un fragmento de aleación de titanio, afilado y ligero. Un trozo del dron que me había estado espiando. Esto ya no era una guerra comercial. Era una cacería.

Tenía que sacar los datos de allí. Mi contacto en Madrid, un periodista de la vieja escuela, esperaba las pruebas. La ermita de San Ginés, en la cima de un cerro, era mi única opción: una isla de conexión en un océano de interferencias.

La noche del envío, la luna era una cicatriz en el cielo. Dejé la furgoneta y subí a pie, con el equipo a la espalda. El silencio del olivar era denso, expectante. Dentro de la ermita, el olor a piedra fría y a miedo –mi miedo– era sofocante.

Monté la antena. La conexión se estableció. La barra de progreso del envío era una tortura. 10%… 20%…

Fue entonces cuando las vi. Tres luces rojas en la negrura del valle. Inmóviles. Observando. Y luego, empezaron a ascender hacia mí.

35%… 40%… No eran drones agrícolas. Eran depredadores angulosos y silenciosos. Cancelé el envío, guardé el disco encriptado en mi chaqueta y salí corriendo por la parte trasera.

No me dispararon. Me pastorearon. Con pulsos de luz cegadora y zumbidos sónicos que me helaban la sangre, me guiaron, me empujaron por el laberinto de troncos retorcidos. Me estaban llevando a alguna parte. Supe entonces que la ermita no era mi idea. Había sido la suya. Me habían conducido a la trampa perfecta.

El callejón sin salida fue una almazara abandonada, un esqueleto de piedra en el fondo de un barranco. Me colé dentro, atrancando la puerta con una viga podrida. Oí sus rotores aterrizando fuera. Pasos. Dos hombres, vestidos de negro táctico, forzaron la puerta.

El final.

Pero la desesperación es una fuente extraña de ingenio. La antena seguía en mi mochila, conectada. Con manos temblorosas, ejecuté un último comando: una sobrecarga total del emisor. Un pulso electromagnético crudo y brutal.

Los sistemas de los hombres fallaron. Sus visores se apagaron, sus comunicadores emitieron un chillido agónico. Aproveché su ceguera momentánea. Salí como una exhalación, golpeando, empujando, corriendo hacia la noche, hacia mi furgoneta, hacia la salvación.

Llegué al piso franco de mi contacto en Madrid al amanecer. Estaba temblando, sucia, pero viva. Y con las pruebas. —Lo tengo todo —le dije, entregándole el disco—. La tecnología, los nanitos, los asesinatos.

Javier, el periodista, me miró con una infinita tristeza. No cogió el disco. En su lugar, encendió su propio terminal. —Te dejaron escapar, Sofía. El envío desde la ermita… la huida… todo era la fase final.

Tecleó mi nombre en un portal seguro. Un portal con el logo de Oleum Tech. Mi perfil apareció en la pantalla. Un torrente de datos biométricos en tiempo real: mi ritmo cardíaco, mis niveles de adrenalina, mi temperatura. Y una línea que lo cambió todo.

SUJETO 9: SOFÍA REYES. ESTADO: CALIBRACIÓN DE CAMPO COMPLETADA. INTEGRACIÓN DE NANITOS (VÍA CONSUMO PROLONGADO): 98.2%. FASE DE ASIMILACIÓN: FINALIZADA.

El aire abandonó mis pulmones. El recuerdo de mi madre, dándome a probar el «maravilloso aceite nuevo» de la finca de al lado. Dos años. Dos años bebiendo veneno. —No les interesaban los árboles —dijo Javier, su voz apenas un susurro—. Los árboles solo eran el vector.

Levanté la vista hacia él, pero ya no lo veía. Solo veía el reflejo de mis propios ojos en la pantalla oscura, y en ellos, el brillo antinatural de la tecnología que corría por mis venas.

—La cosecha, Sofía… la cosecha siempre fuiste tú.

Si te ha gustado esta historia sobre los peligros de la tecnología descontrolada, te fascinará el thriller adictivo de ciberguerra y supervivencia que exploro en mi novela ‘La Firma del Cisne‘ y el resto de relatos disponibles.

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